Los cantores de gesta hablan de victorias. El observador apenas vislumbra cenizas. Está la derrota del propio Procés, sepultado por la la realpolitik y el tentador aroma del multimillonario presupuesto de la Generalidad. Los golpistas, en todas sus variantes de aullador delirio narcisista, no podían por más tiempo mantener pegado el frente común. Los herederos del carlismo clientelar y los zumbados de la utopía xenófoba aunaron voluntades y listas durante varias elecciones consecutivas. La trampa alborotada de la independencia actuaba como pegamento multiusos e inductor de taquicardias. Pero la verdad desagradable asoma. Acatar la ley, y una vez acatada rearmar la trinchera o al menos colocar a los conmilitones, es el único argumento de la obra. Se trata, al fin, de una derrota completa para el segmento heredero de la putrefacta CIU. Por más que Puigdemont todavía esté a tiempo de ser el héroe de la retirada, el semidios o galán de la catástrofe. Y será, sobre todo, un descalabro para la libertad y la ley. Oriol Junqueras ha pactado el gobierno de España y ha obtenido a cambio la promesa de un fraude que implica reformar la sedición para sacarlo del perolo. Contemplar al clérigo siniestro en la bancada del parlamento mientras promete que volverán a hacerlo, que todo es cuestión de tiempo, de sedimentar la jauría y engordar la bestia, debiera de espantar a cuantos todavía votan socialista y sienten un pellizco, un quejido, un mínimo y escuálido aprecio por el mal llamado régimen del 78. Si la supervivencia del partido pasaba por cambiar la chaqueta y vestir de tragasable populista, si el recetario que iba a rescatar la socialdemocracia de la pira consistía en tomar los peores elementos de esa montaña de heces intelectuales bautizada como Podemos, y si realmente piensan gobernar en Cataluña del brazo de los enemigos del sistema, habrá llegado la hora declarar solemnes que la razón agoniza, que llama a la puerta el crepúsculo. En la nueva y vieja política los cataclismos pilotan con la marcha cambiada. Al trantrán equino que necesitaremos para asumir como normales sucesos obviamente paranormales. La izquierda antifascista del brazo de los paladines de la desigualdad, que nuestros pijos llaman diversidad aunque hiede a lucha de clases. Para alcanzar Moncloa toca aliarse con lo peor de cada casa y tratar a la mitad del electorado de Belcebú. Lo que se avecina no es la quiebra de España. Dejen de hiperventilar unos y de hacerse los graciosos al otro lado. Más bien la simpática perpetuación del sistema de castas, aquí los ocho apellidos catalanes (right, Bou?), allí la charnegada incapaz de asimilarse. La consagración de la primavera cantonalista. La ruptura de nuestros derechos políticos. La conversión definitiva de la izquierda española en socio y abogado de las ultraderechas realmente existentes. Los nacionalistas perdieron una batalla. Y el PSOE, en tanto que formación homologable al constitucionalismo, pues muerto y veinte veces muerto.

Julio Valdeón

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