La normalidad avanza imparable por las calles de Barcelona. A la misma hora en que llovía mierda sobre las reporteras de la televisión, mientras los ultras del fútbol y los ultras separatistas, protonazis todos, solventaban sus diferencias como corresponde entre los de su especie, a coces, el profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Pablo de Lora, era expulsado a gritos de un acto en la Universidad Pompeu y Fabra. De Lora, profesor e investigador visitante en universidades como Syracuse, Berkeley, Northwestern, Oxford, New York University y Harvard University, autor del que probablemente sea el ensayo más importante publicado en España en 2019, Lo sexual es político (y jurídico) (Alianza Editorial), fue acallado luego de que las feministas al mando, por supuesto secesionistas (aunque no todas: los caminos del desvarío cognitivo son inescrutables) confrontaran sus argumentos con lo único que tienen siempre a mano, o sea, la violencia. Lo más deprimente, lo más asqueroso, lo más vergonzante, lo que apunta a nuestro suicidio como colectividad organizada fuera de la barbarie y, de paso, somete a la academia a la condición de estercolero infranqueable, fue constatar que entre los reventadores, entre los verdugos, enanos intelectuales incapaces de evaluar argumentos, tasar ideas y exponer razones, había profesores de la misma propia Pompeu Fabra. Eso, y las caquitas sobre las atribuladas periodistas, es lo que en Cataluña entienden algunos como el orden natural de las cosas. La guerra de las tribus, el gran carnaval de los adictos. El ecosistema entre estalinista y peterpanesco, entre fascista y propio del KKK, que algunos, por empanada cósmica o lirondo delirio, todavía confunden con el progreso. Tampoco puede ser de otra forma: la comunidad vive absorvida por las tesis neocatumenales de un nacionalismo en permanente ofensiva. Bien pensado las escenas frente al Camp Nou, y la propia actitud del FC Barcelona durante años, resultaban asquerosamente predecibles. Si el equipo ejercía como ejército desarmado de Cataluña, en lema inolvidable de Manuel Vázquez Montalbán, y si el ministerio de Defensa no accedía a la inocente petición de armas largas y armamento pesado por parte de la Generalidad, tocaba jugar con los elementos gaseosos del asunto. Proyectar la condición militar del Barcelona a una dimensión operativa para el golpe de Estado. A falta de bombas, buenos son los balones, no exactamente medicinales. La diferencia con las cartelones patéticos de las olimpiadas del 92 y aquel Freedom por Catalunya que enarbolaba Oriol Pujol Ferrusola es que en el 92 el nacionalismo iba a declarar la guerra al deporte, considerado como cabeza de lanza de un Maragall previo al estatuto y la claudicación definitiva, inapelable, del PSC. Ahora, en cambio, el fútbol y el deporte funcionan como supositorio de glicerina supremacista. Y es que, como tiene analizado Arcadi Espada, llegó una noche, regada de ratafía, en que las masas norcoreanas equipararon mentalmente la ruptura de un Estado democrático con los golpes galácticos de Lionel Messi. Lástima que el mejor futbolista que vieron y verán los tiempos pasara cantidad de sus ensoñaciones. Lo que ellos, y los contertulios alucinados, juzgan normal, calles en llamas, ultras a palos, consignas y lazos que denigran la calidad de la democracia en España, no son sino las tensionadas constantes vitales de un territorio abrasado de lepra. Lo había dicho poco antes el profesor Pablo de Lora, mientras despedía con viento bien fresquito a los totalitarios de la Pompeu y Fabra, que por cierto son legión: «Si el signo de los tiempos es esto, vayan ustedes despidiéndose del pensamiento libre, del intercambio reflexivo y de la posibilidad de conocernos mejor, de argumentar mejor y de pensar mejor». La libertad caerá con estrépito y entre sus primeros enterradores encontraremos a unos profesores con el arsenal de boutades siempre a punto, dispuestos a insultar y/o dejar tirado a un intelectual de tronío, de los que encaran la realidad sin esconderse, y por supuesto a un grupito de analfabetos modelos tatuados a dos minutos de jubilarse en ese paraíso de los derechos humanos llamado Qatar.

Julio Valdeón

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