No hay otra. O resiste lo (poco) que aguanta del PSOE o triunfa el PSC. Pero no puedes mantener el equilibrio y al mismo tiempo bailar el vals de los traidores junto a Esquerra, que tiene a la cúpula condenada por sedición y renueva a diario sus votos por la asonada. No con los palmeros de un cantamañanas como Puigdemont, dispuesto a tensar la cuerda de la demencia. No mientras la sedición inmediata parezca descartada en el corto plazo pero no así su premio de consolación, que pasa por cubrir de oro a los felones y premiar con renovados privilegios la condición subalterna del Estado en Cataluña y más allá. No mientras Miquel Iceta se consolida en su papel de vampiro rumboso, que chupa del caño del supremacismo al tiempo que lo rebaja en el escaparate electoral y cuenta la batallita de la España cantonalista y federal y asere, asere, aserejé. Iceta ambiciona hasta el último voto de Ciudadanos y al mismo tiempo, flexible como una anguila, promueve al PSC como campeón de los laminados por un nacionalismo que él mismo encarna como pocos y no disimula. Iceta, sí, disfraza su tóxico catalanismo con la astucia de un vendedor de crecepelos al que le importa un rábano que alguien denuncie su sobredosis de cacharrería. Ya se encargarán en las terminales periodísticas engrasadas a su servicio de explicarnos que Cataluña necesita un pacto de Estado, signifique lo que signifique el batracio, y que el acuerdo debe de firmarse con quienes chapotean en un zumo de repulsión concentrada a la ciudadanía española. Iceta, al fin, hace pasar por contrato fe progreso, vanguardista, feliz, vitaminado, la pura reivindicación de las alambradas con coartada pinturera y los chollos económicos y políticos con trampantojo folklórico. «No es la primera vez que ERC puede decidir el rumbo de la política española», teclea el gran urdidor de editoriales únicos, Enric Juliana, en La Vanguardia. Como para no temblar, dados los precedentes, Lluís Companys y etc. Son los mismos que soltaron a la hidra por las calles, que hablaban de 155 monedas de plata, promovieron leyes anticonstitucionales, alentaron la derogación del 78 y la caída de la monarquía parlamentaria, son los que exigían la voladura del Estado y la inmediata secesión. Ahora pretenden que el gobierno de España plantee una negociación entre iguales, de país a país, con un tratamiento al Muy Honorable digno de JFK o De Gaulle. En su contra, o sea, a favor de España, juega el detalle de que Quim Torra está al borde mismo de ser inhabilitado. Un escenario que avanzaría las elecciones autonómicas en Cataluña, donde resulta previsible que la secta de dos millones largos premie al más encanallado, al más salvaje, al más demagogo y payaso. Con Puigdemont, que por otro lado malicia su inmunidad, en el papel de Bolívar enloquecido, a los de ERC no les quedaría otra que retomar la veta histriónica, los numeritos de Gabriel Rufián, y aplazar el entendimiento con el PSOE. Aunque Sánchez y sus capitanes persisten en la humillación, aunque agitan las banderolas de un big bang sadomaso, crece la sospecha de unas elecciones generales en marzo o abril, imprevisibles porque el tonel rebosa TNT y nadie sabe qué clase de serpientes asomarán su hocico. Lo único seguro es que peligra la intención de un gobierno que favorezca las prerrogativas y privilegios exigidos por los nacionalistas. Por supuesto una porción considerable de españoles contempla con relajo suicida la hipótesis de que los golpistas sean también árbitros. Cuesta saber si por desistimiento, hartazgo o sectarismo, porque no entienden lo que está en juego, sus propios derechos, el futuro del país, o porque en su alma enfebrecida puede el asco a la derecha nacional, ante cuya hoguera están dispuestos a inmolar todo. Incluido un PSOE reducido a la condición de títere al servicio de la intifada secesionista y los ángeles cincelados en odio.
