Durante años creímos que la ciencia no podía estar en peores manos que en las de Al Gore, muñeco de cera al que no salvó de perder las elecciones contra el dipsómano de Bush Jr. ni la cercanía del gran Bruce Springsteen. Error. Faltaba por descubrir/sufrir a Greta Thunberg, la niña maravilla del reciclaje, los catamaranes y el soliloquio sentimentaloide. Esta Greta es una figura muy propia de los tiempos posmo, dominados por la necesidad del pictograma, la decadencia de los medios y el ascenso imparable de monjes populistas. Necesitamos figuras con vocación de póster, artículos científicos resumidos en la exacta dimensión ágrafa del tuit, acontecimientos craquelados en una foto con los filtros a tope, mandangas emocionales que disfracen con hierbas bajas en calorías las verdades del barquero y la insoportable tiranía de los números. La diferencia entre Greta subida a la tribuna y Thomas Friedman en sus artículos del New York Times es que a la primera la quieren todos los analfabetos que presentan magazines en la sobremesa de las televisiones y al segundo hay que leerle (y aún más problemático, ¡entenderle!) con lo que eso cansa (la lectura comprensiva, o sea). Lo peor, con todo, no es que la muñeca haya sido delineada por sus padres para pagarse la jubilación, instrumentalizada por intereses crematísticos inconfesables y aupada al podio mediático por unos vendeburras. Lo lamentable es que Greta tiene razón en su denuncia del acabose climático, el desastre medioambiental y el aumento sostenido de las temperaturas en este antropoceno (© Manuel Arias Maldonado) que amenaza con desembocar en el libro de las Revelaciones o el Apocalipsis narrado por San Juan. Ayudan poco sus pucheros idiotizados, sus poses conmovedoras y unos discursos dignos de una preadolescente que hubiera salido a leer un papelito simpático y patético en la boda de su hermana mayor. Tampoco contribuyen a sanear el debate público los febles comentarios que le dedican unos reporteros limitados de serie a repetir consignas. Greta y cuanto la rodea permite que los negacionistas puedan permitirse el lujo atroz de enmendar la plana a la práctica totalidad de la comunidad científica. Sus invocaciones a una revolución verde con tintes mesiánicos contribuyen a que el cambio climático, amenaza letal para la supervivencia de la vida en el planeta, metástasis contra la viabilidad de la propia civilización, facilitan los mohines de hastío de quienes, no sin razón, preferirían que en su lugar hablase un adulto. Greta, al fin, es el reflejo complementario y exacto de un botarate como Donald Trump, capaz de hacer chistes sobre la última ventisca como si en lugar de presidente de los EE.UU todavía ejerciera como condecorado payaso de la telebasura. Frente a quienes como Trump repiten chorradas zoroástricas, irreconciliables con los hechos probados, no debiéramos de contraponer los resúmenes fast food de un alevín de mochuelo con tendencia a la sobreactuación, entre otras cosas porque nos jugamos el cuello. Lo sé, lo sé, a los niños les ha dado por seguir a una Dora medioambientalista y no digo que no sea preferible al mendrugo del Despacho Oval. Pero comparen a Greta con Carl Sagan, cuando alertaba de la inminencia del desastre nuclear allá por los primeros ochenta. Lo que va de Carl a Greta retrata bien nuestra imparable deriva infantiloide, la chusca sacralización de las consignas, el triunfo del kindergarten mientras arden los polos y nos vamos lenta pero implacablemente a tomar por culo.

Julio Valdeón

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