«Miedo y hostilidad». La reacción que según Laura Freixas «despierta el movimiento #MeToo aplicado a la cultura». Orillemos el superfluo asunto de los inocentes arrollados en nombre de un bien superior. Ese sí sacralizado hasta el punto de que no importan los daños colaterales. Cualquier estratega militar sabe que las acciones bélicas implican bajas accidentales. Pero a lo que iba. Considera la escritora que #MeToo equivale a feminismo. Será, por decirlo con la científica Andrea Martos, neofeminismo. De género. O sea, puritanismo. Hijo de las cruzadas de Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon. Tan del gusto de la señora Tipper Gore. Aquella de las alarmas/alarmadas en las portadas de discos malsonantes. Dice más. Que quienes jalean que el arte refleje claroscuros, sin castigarlos luego, moraleja, olvidan que «el mal suele ser el de los poderosos contra los subalternos». Será que en la vida real los abusadores acostumbran a ser los de abajo… ¿no? Ah, a los artistas les parece fetén que en sus obras el que manda atropelle al subordinado porque, claro, ellos mismos pertenecen al orden dominante. Y servidor escribe esto porque mi empatía y mis neuronas a la plancha están no ya condicionadas sino directamente capadas por el marco mental que arbitran tiránicos mi triste sexo y mi sucia raza. Lolita, en fin, y el cerdo de Nabokov, a los que Freixas dedica su artículo, ejemplifican los valores y métodos de una sociedad que con linda prosa sonajero «consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas». ¿En serio? Cabe la contingencia de que quienes frecuentan Lolita lo hagan por motivos, no sé, estéticos, artísticos, literarios. O que los moralistas del bando de los buenos (el suyo, siempre) tengan razón. Que estemos ante «el libro más inmundo que jamás haya leído» (John Gordon, The Sunday Express, 1955). Que ante la hez no quede otra lectura que la justamente pedagógica. Por mi parte, y en la inminencia del día en que decreten que el cine de Samuel Peckinpah, las novelas de Henry Miller y Jean Genet, las canciones de Leonard Cohen, los versos de Pablo Neruda y las películas de Federico Fellini merecen cualquier cosa excepto aplausos dedicaré el tiempo a pinchar en el reproductor rancheras espantosas y truculentos tangos. Que qué hacemos con la novela. Pues oigan, lo normal. Manifiestos, artículos, comentarios, discursos. O bien, zánganos de colmena, cacasenos inútiles, recitar «Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta». O aquellos versos, recuerden, cuando «de un zarpazo derribo/ tu pecho, tus caderas./ Bebo tu sangre, rompo/ tus miembros uno a uno./ Y me quedo velando por años en la selva…». Hasta que llamen a medianoche, y el arte, libre de larvas, despojado de espinas, baile al dictado de los redentores y todo sea un seminario 24/7. Cuando nada importe sino como coartada para subir al púlpito y aleluya.