No recuerdo las primeras elecciones generales, en el 77, ni el referéndum para la ratificación de la Constitución, aquel 6 de diciembre del 78. Sí, entre jirones de memoria infantil, la derrota del golpe del 23-F. Los de mi generación llegamos a Europa con el mantel puesto. A hombros de un pueblo que había enterrado el gusto por las banderías, el odio y las facciones para abrazar la democracia. El país de las llamadas a medianoche, de la checa de Bellas Artes y la Escuadra del Amanecer en los montes Torozos nos quedaba tan lejos como las guerras napoleónicas. Conmueve el voluntarioso empeño de los mayores en hacer suyo el paz, piedad y perdón azañista. Frente a otros anhelos, tan nobles como desventurados, el suyo tuvo éxito. No cayó por el balcón de la historia. No fue pasto de los buitres ni revigorizó la hispana propensión al contrataque. Vivimos en un país moderno, tolerante y, por muchas razones, envidiable. De ahí que quienes militamos en el Estado de derecho hayamos asistido con escándalo a la rebelión del nacionalismo supremacista (pleonasmo) radicado en Cataluña. De ahí, también, que resulten ininteligibles por siniestros los llamamientos para fomentar una llamada cohesión nacional de inevitables tintes racistas. O que resulte obsceno explicar el golpe como respuesta al nacionalismo español, legendario unicornio, navaja multiusos. O que cueste explicar la postura de una Francina Armengol en Baleares. Entregada con todo el equipo y parte del contrario a la programación de quienes anteponen los supuestos derechos de las lenguas a los superfluos derechos de los gilipollas, anteriormente conocidos como ciudadanos. Los idiomas no salvan vidas, gritan los médicos. Pero qué sabrán ellos. A solas con sus libros. Entregados a frívolas puerilidades como la neuropediatría cuando el percal va de hacer historia, apacentar pueblos y levantar los Països Catalans. Y aunque cada día sorprende menos la lujuria de cierta izquierda ante los mantras patrióticos no puedo sino flipar con sus mortecinas acrobacias mentales. Su cósmica empanada. Su infame deriva reaccionaria. Su cobarde renuncia a cuanto hizo de la izquierda, izquierda. Son, y cada día más, gustosos lameculos de las ideas románticas que adoran los posmodernos legetarios del carlismo. Solo faltaba, para cerrar el círculo, que también el centro derecha consume la traición y pacte con los sediciosos. Miren. No podemos más. Así que dejen de marear con la aplicación de las sentencias judiciales. Que obligan a que los niños puedan escolarizarse en castellano. Por mucho que nunca les hayan hecho ni caso. Y absténganse de boicotear la manifestación del 4 de marzo. O a este paso no nos quedará otra que pedir asilo en Tabarnia.