Desconozco si la moción de censura contra un gobierno calamitoso en su gestión y arrollador en la propaganda quedará como un fracaso. Sé que, lejos de dar la cara, Moncloa prefiere cambiar el gobierno de los jueces, o desenterrar el cadáver de un dictador que palmó hace medio siglo, o culpar a Bolsonaro y Trump de nuestros brotes víricos, nuestro invierno y nuestros cuchillos. Lo que sea excepto asumir responsabilidades. Un ejecutivo con los sueños pintados de neón, incapaz de ir más allá de la coreografía sectaria, con decenas de miles de ahogados en las estadísticas, merecería una respuesta acorde a sus logros. Una censura adulta. Un pliego de cargos a la altura de la catástrofe moral y económica. Que no olvide ni las humillaciones a la abogacía del Estado y la fiscalía, ni el descarado afán por blanquear a los carniceros de Bildu, ni las concesiones a la organización criminal que intentó reventar los cimientos del edificio democrático ni, por supuesto, el cúmulo de negligencias, mentiras y cintas de vídeo que ha colocado a España entre los países más devastados por el monzón del coronavirus tipo 2 del síndrome respiratorio agudo grave. En lugar de eso Vox masajea las intuiciones publicitarias de Iván Redondo y da oxígeno a un mentiroso compulsivo. Un tipo que ejerce como la antítesis de la entereza y el compromiso con la defensa de las libertades.
No dudo de que Pedro Sánchez merece el título de peor presidente de la democracia. Fue expulsado del PSOE por tramposo y porque planeaba unirse a los secesionistas y los plebiscitarios de la izquierda reaccionaria. Lo resucitaron a lomos de Frankenstein. Regresó cuando los barandas del partido entendieron que antes que la socialdemocracia, o incluso la ley, estaba la salvación del patrimonio personal tras absorber los postulados del peronismo antiparlamentario pero cuqui. La militancia, en labores de coche escoba o fanatizada feligresía, también prefirió al trilero por conocer antes que el bodrio de los políticos convencionales o la posibilidad de que el centro y la derecha no estén poblados de homúnculos sino por ciudadanos merecedores de crédito y hasta susceptibles de gobernar sin acusarlos de fascistas. La militancia es una masa de arrebatos caníbales. Una vez coronado lo de Sánchez ha sido una pura discoteca infamante. Alcanzó el poder tras diseñar una maniobra con las formaciones políticas que lideraron un golpe de Estado y con otras, como Podemos, que no dudan en insultar la inteligencia y la historia. Sánchez, cuyos méritos pueden resumirse en su infatigable vocación destructora, con unos números de terror en la pandemia, Sánchez, que ha dedicado el tiempo a fomentar el guerracivilismo y destruir la hipótesis de un gobierno de concentración, no es digno de una moción que, lejos de derribarlo, maquilla su letal falta de escrúpulos.
Decía un sabio que en las actuales circunstancias lo de menos sería considerar los despropósitos de Vox a cuenta de la inmigración, Bruselas o China. Pero Vox, como el escorpión de la fábula, no puede ni quiere ocultar su condición entre sobreactuada y venenosa. En estas condiciones uno imagina al sanedrín de Moncloa de alegre cuchipanda, mientras la burda caricatura de la plaza de Colón funciona a mil revoluciones y el PP, que renunció a la pelea ideológica, hace equilibrios en el ventisquero. Ha dejado el campo libre cuando tenía a mano, por incomparecencia del resto, la reivindicación y defensa de los principios democráticos y liberales. Y ahora tiene que elegir entre las jeremiadas voxistas o hacerse el longuis junto al amado líder de los 55.000 muertos. Remataría deseando que goce el fruto de su inanición si no fuera porque pagamos todos.