Pronosticábamos gobiernos creados por Mary Shelley, góticos como un cuento de Lord Byron. Terminaremos por parir un ratón. Al roedor posmo, más cerca de aquellas películas del gran Chiquito vestido de Drácula que de la solemne elegancia de Bram Stoker, llegaríamos por la vía del puro chantaje. Absteneos, malditos, grita el capitán Sánchez atado al mástil del Falcon, mientras Zapatero, del que quienes lo conocen siempre me alaban su bonhomía, elogia a Otegi, hombre de paz, al que atribuye contribuciones decisivas para que ETA dejase las armas. Será que en estos tiempos confusos ser buena persona no está reñido con cortejar a secuestradores, blanquear terroristas o chapotear entre vísceras. Será, de paso, que la izquierda va quedando en España reducida a la condición de abogada de la extrema derecha separatista, los supremacistas catalanes y vascos, los eurófobos de toda laya y los cantonalistas partidarios de reducir a escombros el Estado de Derecho. Un suponer Josep Borrell, al que siempre tuvimos por último de Filipinas, coleccionista de agravios, esputos, humillaciones e insultos, y muy capaz de explicar en la radio que si el PSOE pacta un gobierno con los enemigos de la nación de ciudadanos será porque no le dejaron alternativa. O no nosotros o el caos, ya saben, e incluso nosotros y el caos, pero no, nunca, nosotros y el resto de fuerzas constitucionalistas, diezmadas por el asalto de los populistas que ya pronosticó el añorado César Alonso de los Ríos en unos libros valientes. El razonamiento de Borrell es propio de quien canjeó el prestigio, más o menos indudable, por las prórrogas en la poltrona, los trienios acumulados en palacio y unos cuantos años más de ujieres cuadrados a su augusto paso. A Borrell, que fue nuestra última bala y que abandona el barco no bien oteamos el rugiente de los arrecifes, lo recuerdo todavía riñendo al pueblo soberano desde la tribuna porque se nos ocurrió exigir que los jueces encarcelen a los golpistas. «Puigdemont a prisión», gritábamos ingenuos, con esa ingenuidad de los idiotas que todavía creen en el imperio de la ley y en la necesidad de los que políticos no tenga consideración de autoestopistas privilegiados, sin saber todavía del cachondeo de los tres jueces de Tribunal de Schleswig-Holstein, que se mearon en la euroorden invocando la añeja invasión de una pista de aterrizajes forzosos en algún Land limítrofe con Dinamarca y Shakespeare. Veo la sesión de investidura, concebida para jurar ante la Constitución. Entre los diputados convencionales, que no van por la vida de asaltadores de leyes o gogós del referéndum, asoman los del postureo reaccionario, los conjurados contra la igualdad. Los payasos de la lata de anchoas, los del bable y Teruel existe, los de Soria qué hermosa eres y los celtas de cartón piedra y festival folk subvencionado añadirán sus gritos, sus pitos, caretas y trucos a los florecientes apandadores periféricos. Somos algo así como doscientas naciones, 30 o cuarenta países y 1000 comunidades históricas. De Cádiz y 1812 pasamos a mirar el diente del abolengo y la limpieza de sangre, el pedigrí de la aldea, la antigüedad de los coros y danzas. El PSOE, que alardeaba de ser el partido que más se parecía a España, tontea con el precipicio. No hay honor en un gobierno necesitado de la benevolencia de unos cuatreros, que en 2017 y luego de cuatro décadas de rodillo culminaron la aventura metiéndole dinamita al Estatuto de Autonomía, la Constitución de 1978 y el régimen de libertades que tanto costó poner en pie. Acusar al PP y Ciudadanos de encastillarse en su soberbia y no ofrecer nada a cambio es el enésimo cuchillo de un Pedro Sánchez que empezó por carcomer a su propio partido, sometido a su capricho y semejanza como en las mejores sectas. Esta a un paso ya de repetir la operación, multiplicada y corregida, con lo que resta de España.

Julio Valdeón

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