El dos de los Mossos es un buen tipo. El dos de los Mossos, Ferran López, que sucedió a Trapero y antes fue su mano derecha, ojito izquierdo y consigliere, reiteró la canción de su ex jefe. Los Mossos cumplieron con lo que pedían los jueces. Los Mossos colaboraron en todo momento con sus colegas de Policía Nacional y Guardia Civil. Los Mossos, a todo. A garantizar la eficacia de las actuaciones policiales. A velar por la tranquilidad de quienes pretendían reventar las actuaciones. Los Mossos a la intendencia, la vigilancia, la contravigilancia, las comunicaciones, los binomios y el jaleo. Incluso insistieron a los dirigentes políticos que el 1-0 la previsión atmosférica amenazaba ciclogénesis. «A falta de dos días nos pareció que era un movimiento que no podíamos ahorrarnos, el intentar que el gobierno diese cumplimiento con la ley. Fue para pedir que atendiesen nuestra petición y los mandatos de la jueza de no llevar a cabo el referéndum. Fue para mostrar nuestra seria preocupación por el clima de tensión que se estaba generando». Había que intentarlo. El gobierno tenía que cumplir la ley. Una petición. Señores consejeros, las órdenes de la jueza… Señor presidente, la ley dice… Los Mossos estaban preocupados. Cariacontecidos. Inquietos. Ansiosos. Lo normal, digo yo, en vísperas de una explosión allá en la mina. Igual que los canarios color limón, cuando avisaban del inminente bombazo del grisú. Para tranquilidad de todos, y ante la mirada salvífica de Oriol Junqueras y Joaquim Forn, portaestandartes, portavoces, esclavos, siervos, príncipes, soldados y heraldos de lo que diga lagente,o sea, erpueblounidojamásserávencido y etc., el entonces presidente de la Generalidad, Carles Puigdemont, mandó parar. «Sucedió hacia el final de la reunión», cuenta López, «Recuerdo que el señor Puigdemont dijo que si se producía ese escenario que nosotros preveíamos en ese momento declaraba la independencia». Añadió que en ese momento no supo si el presidente iba de farol. Si jugaba al vacile o roneaba en plan boutade. O si aquello era «una expresión que obedecía a nada». Le faltó considerar la idea, qué cosas, de que en una reunión de mandos policiales y responsables políticos, en vísperas de lo que los primeros describían como un escenario de «serias dificultades», los segundos quizá, quién sabe, tal vez hablaron en serio. Que Puigdemont sonriese con cara de libertador. Que les explicar sin sombra de bromazo que la independencia encontraría en el latigazo de la violencia su trampolín. Cada fase del golpe una coartada. Cada salto un motor supersónico. Cada eslabón otro eslabón más hasta anudarse a las nubes y estrellas de la tierra anhelada. El último redoble de tambor, la proclamación de independencia (que por lo demás tuvo lugar y alcanzó a extenderse 8 segundos y que bien puede valer 25 años de cárcel) ameritaba un aldabonazo a la altura, un estrépito en horario de máxima audiencia, una ráfaga de ametralladora y vajillas por los suelos y chiribitas de sangre y luces estroboscópicas, manguerazos, súplicas, ambulancias, olor a llanta quemada, aullidos y madres arrancadas de una estampa modelo Guernika y aspersión a reacción de lágrimas de infantes a medio segundo de estar difuntos o parecerlo. Un movidón terrible, ruidoso, cacofónico y vagamente joseantoniano que dejase el relato niquelado y a la audiencia encantada de aplaudir la secesión mientras dos millones largos de xenófobos ascienden a los cielos revolucionarios como justos herederos de la lucha por los derechos civiles, we shall overcome, someday, chin pum. Todo mientras los policías y guardias civiles recibían su dosis de insultos y agresiones. Cuando ruge la marabunta, los Mossos, irisados agapornis, loritos del amor, cruzan los brazos y entornan los ojos.