El gobierno de Mariano Rajoy, agotados todos los subterfugios, carnavales, oficinas sorayescas, vaticanos correveidiles, mediaciones empresariales y otros guiños tutti frutti colocó a los antidisturbios en unos barcos de dibujos animados. En hoteles de mala muerte. En campings más apropiados para cocinar en la parrilla un saco de calcots que para alojar a los agentes desplegados para hacer frente a la insurrección. Pero claro. Cualquier cosa antes de emplear la Armada. Que viste fatal en las portadas de los periódicos británicos y alemanes. Lo que fuera, la humillación que ustedes elijan, un balsa en mitad del mar, un escuadrón de globos aerostáticos sobre las cumbres del Pirineo, antes que ordenar al Ejército de Tierra que levantase unos campamentos. Lo que habría hecho el gobierno de cualquier país no traumatizado hasta la parodia churrigueresca o el bodrio freudiano por las guerras de nuestros antepasados. No fue así. Los agentes terminaron en un crucero con los caretos de Piolín, el Correcaminos y otros personajes de la Warner sobreimpresionados en el casco. La posmodernidad era esto. Este ridículo. Esos dos barcos. Moby Dada y Rhapsody. Donde 2.000 policías y guardias civiles malvivieron hacinados. Descontada la comida chunga, y la falta de espacio, también tocó chuparse las gracias de sus colegas. «Ahí van los piolines», gritaron un par de Mossos al paso de unos guardias civiles el día 2 de octubre. ¿Y? preguntan los equidistantes, los partidarios de la conversación entre la víctima y su verdugo, los apologetas del coloquio bajo las bombas y cuantos practican a diario la reanimación cardiopulmonar y la maniobra de Heimlich a un catalanismo que solo pervive criogenizado en los discursos de un estadista del sinuoso calibre de Miquel Iceta. Tan poco es para tanto, ¿verdad?, susurran los abarroteros de la traición, los blanqueadores del nacionalismo, los bufones de la tragicomedia del golpe posmoderno y, en definitiva, todos los tontos útiles y sobre todo inútiles del nacionalismo. Pues no, miren, lo es. Es grave. Es extremadamente peligroso que unos policías señalen a otros y que puedan llamarles «hijos de puta» o afear que hubieran «pegado a sus hijos y a sus familias». Es grotesco, y siniestro, y entronca con los peores borboteos de la Europa de los años treinta, que unos agentes burlen sus obligaciones y, pistolita al cinto, identifiquen y/o alteren el orden público. Antes de eso un comisario de la Policía Nacional había descrito como un Mosso, el 1-0, intentó que la policía no entrase en una escuela para requisar las papeletas. El comisario dejó clavadas las tres palabras que mejor definen el proceder de la policía autonómica catalana. «Inacción, inadecuación e ineficacia». Si un cuerpo policial, en un momento de máximo estrés para la democracia, demuestra ser vano, fútil e inútil, y además no apropiado, no adecuado a las normas, y si esos policías son incapaces de lograr el efecto que se espera o desea, bailamos a centímetros del despeñadero. Para saltar no bastaba con una incompetencia rayana en la traición, con una infidelidad de reflejos pirómanos, pero ayuda. Y eso que el propio policía lamentó expresarse en semejantes términos. Incluso elogió la profesionalidad de unos Mossos arrastrados (bueno, más o menos) por sus mandos. «De los 229 vehículos camuflados de la Policía Nacional, detectamos el seguimiento de más de 200 por parte de los Mossos», añadió. Visto lo visto podemos darnos con un canto en los piños digno de un blues de Muddy Waters. No ardimos de milagro.

Julio Valdeón

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