El viajero interestelar, asomado al quicio de la península Ibérica, posiblemente preguntaría por las razones de la manifestación de hoy en Madrid. Le explicaremos que los habitantes de una cierta España, que abarca La Rioja y Aragón, las dos Castillas y Extremadura, salen a la calle para reivindicarse. Para decirle al resto de españoles que Soria y Teruel también existen. En realidad casi todos los partidos aluden al asunto en sus programas. También nos hemos cansado de coleccionar libros blancos y recomendaciones. Son incontables los congresos, los simposios, las conferencias, los papers. Por no hablar de los ensayos y las novelas, los poemas, las canciones, las películas que de una u otra forma sobrevuelan el abandono y muerte del campo. Empezando, si nos atenemos sólo a los libros, por el célebre ensayo de Sergio del Molino La España vacía, y siguiendo por trabajos de Jesús Torbado, Julio Llamazares, Ramón Carnicer y etc. El problema, como escribió el pasado verano el psiquiatra Juan José Martínez Jambrina, es que la «España desolada no se vació sola. Fue vaciada para llenar otras partes de España». La cuestión esencial tiene que ver con la evidencia de que más allá del esteticismo, los cielos cárdenos y las invocaciones de Machado vivimos en un país donde los profesionales del victimismo, nacionalistas hegemónicos en Cataluña, el País Vasco, Galicia y, de forma creciente, Valencia y Baleares, combinan los favores de nuevo rico y unos pucheros dignos de unos extorsionadores muy curtidos. Sería urgente, sostiene Jambrina, que «quienes escriben sobre este tema, aparte de hermosas descripciones, añadiesen a sus escritos posibles soluciones o señalasen a los culpables de esta hecatombe». Porque miren. Para explicar los trenes con traviesas del XIX, los parques de bomberos a cien kilómetros, las escuelas sin niños o los pueblos abandonados necesitas encarar los monumentales trasvases de población hasta los cinturones industriales de la periferia. El enriquecimiento de unos territorios está relacionado con el hundimiento de los otros. Y así sucede que algunas provincias españolas tienen hoy menos habitantes que hace siglos mientras que otras, abanderadas de todas las muestras de insolidaridad imaginables, no dejan de quejarse mientras chupan. Su gran acierto consiste, al fin, en que aprendieron a tragar al tiempo que prestigiaron sus lamento. Necesitaban obreros, mayordomos, chachas, jardineros, mecánicos, nodrizas. Fueron a buscarlos a los mismos territorios que el franquismo primero y los sucesivos gobiernos de la democracia después enriquecieron con unas políticas industriales y fiscales evidentemente sesgadas y que nadie, hasta donde alcanzo a recordar, ha tratado de paliar o enmendar. Unas políticas fundamentadas en argumentos tan peregrinos en el siglo XXI como el de unos misteriosos derechos históricos y colectivos. Medievales o quién sabe si previos. Enemistados con los fundamentos mismos de la propia Constitución de 1978 y con las más elementales nociones respecto a la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Anclados en los viejos y tóxicos sargazos de una noche de los tiempos volcada al lirismo más rancio. Dispensas y exenciones que vienen a traducirse en cositas tan poco épicas, tan poco poéticas, como el concierto y los derechos forales o ese chorreo de millones de euros en inversiones prometido a los sucesores de unos tipos que están siendo juzgados en el Tribunal Supremo tras intentar dar un golpe de Estado. Una mandanga naturalísima de aplaudir si usted es un xenófobo. Peor se entiende el entusiasmo de una supuesta izquierda feliz de privilegiar a los privilegiados. A nuestro extraterrestre, en suma, habría que decirle que la excepción española no consiste tanto en que las demarcaciones pudientes expriman a sus vecinas pobres sino que encima, además, hayamos aceptado que el parasitismo, las bulas, los favoritismos, prerrogativas y enchufes sean cool y que no hay otra que aceptarlos.