El de ayer fue un día estupendo. Un Bernhard von Grünberg, presidente de una asociación de arrendadores alemanes, evocó su amistad con Willy Brandt y otros pormenores esenciales. Acudió al juicio como testigo de las defensas. Uno más de varios cientos que, la verdad, podían ahorrarse el paseo y librarnos del muermo. Ni tenía un cargo oficial ni en teoría lo habían invitado las instituciones golpistas ni distinguiría un referéndum legal de un ornitorrinco. Ahora, mantenía buena relación la ex presidenta del parlamento autonómico, Carme Forcadell, y el ex conseller de Exteriores, Raül Romeva. El viaje, a título personal, lo pagó con sus ahorros. Como todo dios en toda circunstancia en este proceso hacia la independencia sufragado mediante facturas en negativo, partidas invisibles, dietas arcangélicas, papeletas como volutas de humo y tropecientas urnas espectrales. «No era una observación electoral como tal», explicó, aunque vaya, tampoco hacía falta jurarlo, «porque requeriría seguir las normas de la ONU. Estábamos allí por mero interés político y personal». Sus respuestas, abocetadas por un traductor poco afortunado, un traductor como peleado con su oficio y su sino, provocaron las interrupciones del juez. Con esa forma tan suya de hacerte un siete mientras sonríe versallesco aplaudió su encomiable «compromiso con el proceso democratizador de España» para continuación explicarle dónde estaba y por qué. El juicio irían más ligero si Marchena hubiera aplicado ese criterio cuando le vendían la trascendencia de escuchar a los Grünberg únidos jamás serán vencidos. Por otro lado los caseros alemanes nos ilustran sobre la principal característica de esta colosal «jaimitada» (© Cayetana Álvarez de Toledo): el bullshit. Un bullshit con apariencia legítima y pelo cano permite que el proceso, 8.000 euros más las dietas, coseche adhesiones sin necesidad de tener que repetir la comparsa de payasos locales e introduce el prestigioso elemento foráneo. Los Grünberg son la incansable sucesión de muñecas rusas que repiten con voz metálica las consignas previamente acordadas. Los Grünberg pueden desdoblarse al gusto. Incluso metamorfosear en unos senadores franceses que firman contra la dictadura franquista con medio siglo de retraso. Los Grünberg, como el Rosebud de Kane, bautizan una nostalgia europea por una España macerada en la peor película de Ken Loach. El interés por la historia de los Grünberg muere no bien regresan a la gélida Westfalia, donde preguntan poco por aquel tío abuelo y sus hazañas en el frente ruso. En las inmediaciones parisinas de lo que fuera el Vélodrome d’hiver, no muy lejos de los despachos de los augustos senadores, tampoco indagan por la abuelita que denunciaba a los niños de los vecinos para que los enviasen a Drancy y de ahí a Auschwitz, la muy hija de puta. Ayer Marchena, por compasión o hartazgo, tuvo la gentileza de evitarnos (en parte) su intratable colección de excreciones.