Se encienden los focos. Un obstinado chisporroteo ilumina las calles. En el escenario la policía judicial y una funcionaria de justicia resisten el acoso de miles. Con sus pancartas al viento, sus canciones, sus melismas y gritos, sus reclamaciones de orondos y aburridos ciudadanos bulímicos de rock and roll aquellos tipos ejercían como los arietes de una revolución que necesitaba del teatro callejero y sus imprescindibles mártires para legitimarse. Los guardias civiles, la secretaria judicial, no pueden abandonar Fort Apache ni trasladar a comisaría el material incautado en la sede de Economía. Muchas horas más tarde la secretaria escapará por los tejados. Meses después los medios entregados al separatismo harán muchas risas sobre el infrecuente asunto de que en Europa una persona con una orden judicial se vea obligada a escapar de la masa por las azoteas. Entre medias transcurre un asedio digno de John Ford con Henry Fonda en el papel del general Custer. En distintos momentos de la obra los agentes de la Guardia Civil tratan de salir del edificio. Asistimos a momentos de gran dramatismo. Pienso en esas puertas, inmensas, que deben de apuntalar con sus propias manos para evitar que sean derribadas. Por un momento saltamos de Monument Valley y nos desplazamos a las inmediaciones de la Ciudad Blanca en El retorno del rey, con los muros de la fortaleza a punto de caer bajo las acometidas de las tropas de Mordor. «Vemos una imagen de la puerta de la Consejería», explicó el capitán que dirigía el registro, «que debe ser la medida de los metros, no exagero, una puerta de madera maciza y hierro, que se ve cómo está viniendo abajo porque la gente está echando abajo. En ese momento, los agentes y varios dispositivos judiciales sujetamos las puertas para que no se vengan abajo y venga la multitud dentro». Todavía más surrealista fue constatar que el negociador en todo momento era un tal Jordi Sànchez. Sí, sí, nuestro Jordi, entonces presidente de la ANC. No la policía autonómica (inmediatamente le dedicamos párrafo) sino uno de los hombres clave de la denominada trama civil del golpe. Los niños no recordarán pero la trama civil, en España y en lo tocante a golpes, siempre ha desempeñado un papel decisivo en el imaginario de los investigadores. Solo que aquel septiembre de 2017 la célebre trama, lejos de resultar vaporosa y difusa, estaba al alcance de cualquier teniente. Sànchez «tenía ese poder sobre la masa», dijo. Entre las propuestas barajadas destaca que los guardias civiles abandonaran el edificio de paisano y sin los documentos. Falto añadir que salieran con las manos en alto. O desnudos. O cantando alguna chorradita de La Trinca. Quesquesé se merdé… «El que tomaba las decisiones era Jordi Sànchez y Laplana las acataba». ¿Laplana? Oh, nada. Nadie. Un testigo. Una mota de polvo. Una de esas moscas vulgares, que de puro familiares no tendréis digno cantor (y que me perdonen los damnificados por la incapacidad para apañarse con el lenguaje figurado o la coña marinera). Apenas la agente de los Mossos Teresa Laplana. Los Mossos opinaban con buen criterio que salir de allí por el pasillo montado por los voluntarios de seguridad era una locura. Sobre todo si los Mossos no enviaban con urgencia al séptimo de Caballería en forma de lecheras antidisturbios. El teniente seguía, zas, zas, zas, cose que te cose con el sudario de un día de infamia. «Empezábamos a estar muy nerviosos. Habíamos recibido ya llamadas de nuestros familiares preocupados por cuál era la situación. Cuando digo preocupados digo la mujer de alguno llamando llorando y la secretaria judicial estaba muy nerviosa». Bah. Una demostración de poder popular. Una gincana deportiva. Con los polis rodeados, decenas de miles de personas que impiden su evacuación y un civil asumiendo las decisiones sobre seguridad pública y evacuaciones mientras la policía autonómica asiente. Lo normal. Estos policías españoles protestan de puro vicio. Se lo cuentas a un agente del FBI o un detective de Scotland Yard y te responderá que a ellos les sucede algo parecido a cada rato.