Hace un año el Consejo de Residentes Españoles de Nueva York me invitó a leer un texto para celebrar la Constitución. Un placer. Andaba candente la reciente algarada insurreccional contra el Estado. La obscenidad destilada por las pseudoleyes de desconexión. El emocionante discurso del Rey Felipe VI. La gran manifestación constitucionalista en Barcelona. Hablé de los precedentes. Del texto de 1812, nacido frente a la zarpa napoleónica y que a pesar de todo engendra la soberanía nacional y la ciudadanía. Libres e iguales. Cité a Fernando Savater. Que con ocasión de los fastos por la Pepa había explicado que «Llegaron [a Cádiz] los diputados de la Península y ultramar para formar la nación de todos, no para promocionar identidades particulares como mendigos que exhiben sus muñones a la puerta de la catedral para pedir limosna». El resto del XIX fue el de las constituciones de partido. Cainitas. Constitución de 1837, de 1845, la de 1856, que no entró en vigor, no dió tiempo, o la de 1869, o el proyecto del 73, y la constitución de 1876, que sobrevive hasta 1923. La Constitución de 1931. Del 39 al 75, Leyes Fundamentales del Reino. De viaje por un país calcinado. Hasta que en 1978 los españoles inauguramos un experimento inédito. Una Constitución de consenso. Progresista. Homologable a cualquiera. El país conocerá el periódico más fructífero de su atormentada historia. Cuando alguien, un listo, susurre que aquello nació de la correlación de debilidades sólo cabe responder que sí. Que sí y que gracias. Frente a la negra vocación de persuadir a punta de pistola, contra la voluntad de enterrarse bajo sangrientos légamos, prevalecieron un par de generaciones de españoles valientes. Españoles lúcidos. Españoles fraternos. Dispuestos a cambiar la santa voluntad de sus benditas gónadas por la delicada ingeniería del pacto y la meditada exigencia para con el presente y el futuro. Nunca más la historia más triste. Como para que ahora algunos vengan a impugnarla. Como si la dialéctica antisistema de los enemigos de la libertad meceriera algo más que desprecio. Cabe añadir, como hice el pasado año, por contextualizar, que precisamente Cataluña fue uno de los territorios donde más apoyo cosechó el texto. Votó el 67,9% del censo y el sí obtuvo un 90,5%. Si les dicen que caímos, que fuimos tutelados, que la Constitución llegó averiada de fábrica, que aquel no fue el mejor de los mundos posibles, recuerden de dónde venimos y la proteica magnitud de esta aventura. Viva la Constitución de 1978. Lo mejor que pudo pasarnos. Lo mejor que tendremos.

Julio Valdeón

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