«¿Sabéis lo que es un globalista? Una persona que quiere que todo vaya bien en el mundo, y a la que la francamente no le importa demasiado nuestro país. No podemos permitírnoslo. Tenemos una vieja palabra que parece pasada de moda. “Nacionalista”. No está bien visto que la usemos pero, ¿sabéis que soy? Un nacionalista, ¿vale? Un nacionalista. Nacionalista. No hay nada malo en ella. Usadla ». “Nacionalista”. Palabrita, en Texas y durante un mitin, de Donald Trump. Nadie dude. Nacionalista porque, según la RAE, el amigo luce un «Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación». En fin. En España también disponemos de gente muy partidaria. De las naciones, el fervor, la pertenencia y los afectos. Recuerden a Montilla. Gran animador del proceso de nunca acabar. Cuando convocó a la calle para enmendar la plana al Constitucional y dijo que «no hay tribunal que pueda juzgar nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación». Pero claro. El Constitucional había escrito «una de las páginas más tristes de su historia (…) más obsesionado en dictar sentencia que en hacer justicia». Contemplen el paisaje carbonizado. El esperpento. A un lado la obsesión por dictar sentencias. Al otro la necesidad de hacer justicia. Objetivos no ya enemistados sino diríamos que contrapuestos. Todo estupendo en los días del cólera. Llevamos meses escuchando que una cosa es la ley y otra la voluntad popular. La Constitución o el deseo. De ahí que un ministro tras otro presionen sin rubor a los jueces. Que Iceta hable de indultos previos a cualquier condena. Como si las leyes, y la soberanía popular, fueran frutos de un sistema autoritario. O como si la obligación de cumplir con el ordenamiento jurídico fuera incompatible con el bendito diálogo. Nada anormal. Para el populismo turboalimentado importa el lagrimeo. El relato anímico de lo real. Sus tibias implicaciones sentimentales. Eso y el ninguneo de la dignidad y la verdad. En el caso de Trump le lleva a mentir mil veces por minuto. En el de personajes como Montilla a ausentarse de la sesión donde se votaba el 155 por su «condición» de expresidente de la Generalitadad y, asómbrense, su «compromiso con la institución». Aguardamos expectantes en España las próximas vilezas de quienes, renegando del nacionalista (estadounidense), cocinan entre rejas el pacto presupuestario con los nacionalistas (catalanes). Acusados, por cierto, y esto nadie puede decirlo todavía del inefable Trump, de fruslerías como rebelión, sedición y malversación. Delitos¡ que según Pedro Sánchez y hace apenas 5 meses aconsejaban la reforma del código penal a fin de adecuarlo a las características del golpe de Estado posmoderno. Por no hablar de cuando en Antena 3 comentó que «clarisimamente ha habido un delito de rebelión». Hoy, ya ven.