Aretha Franklin, gran dama ciclotímica del soul, que regó con música incandescente la lucha por los derechos civiles, recibió un fastuoso homenaje en su ciudad, Detroit. Reunidos en el Greater Grace Temple, familiares, amigos y fans celebraron la vida magnífica de la niña que aprendió a cantar en el coro baptista. Hija del pastor Clarence LaVaughn Franklin, hombre carismático y cruel, que predicaba en la parroquia New Bethel, publicó decenas de discos con sus sermones y fue amigo de Martin Luther King, Ray Charles y etc., Aretha hizo mutis en una ceremonia apoteósica. Lo subrayaba el dorado del féretro, muy parecido a aquel otro que acogió el cadáver de James Brown en el teatro Apollo, cuando este cronista vivía en el Harlem previo a la gentrificación, la mitad de los edificios de nuestra calle estaban abandonados, y los vecinos, la sal y la sangre de una ciudad en la que la que el resto de la peña no saluda en los ascensores, despedían al Padrino con loros que escupían Say it loud, I´m black and I´m proud. Lo pregonaba su traje dorado. Los zapatos de oro. La joyería, oro macizo. Embalsamada en oro como una Nefertiti de guitarra y ébano o una cacique azteca en vísperas del crepúsculo de los dioses. El alcalde de Detroit, Mike Duggan, anunció que la ciudad bautizará en honor suyo el parque más hermoso de la localidad, orillas del río Detroit, junto al lago St. Clair, «y cuando los artistas de generaciones venideras de todo el mundo vengan aquí rercodarán que están actuando en la casa de la Reina del Soul». A su lado cabeceaban algunos de los hombres más influyentes de América de los últimos 50 años. Como el ex presidente Bill Clinton, que conserva su aura en los barrios negros. Smokey Robinson le cantó versos de Really gonna miss you. Todos priopearon a la chica con la garganta de fuego. A la mujer salvaje y tímida que odiaba la fama y, paradójicamente, a cualquiera que discutiese su título coronado en la historia. Y en realidad daba todo un poco igual. Las palabras de Bush, y las de Obama, que leyó el reverendo Al Sharpton. Todo lo eclipsaba la tristeza, el recuerdo de las canciones, y el oro refulgente de un sarcófago para una reina.

Julio Valdeón

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