La noticia de que el nuevo diseño de portada del New York Times suprime el nombre de los reporteros. Por cuestiones relacionadas con lo visual y, cuentan, por acotar una miaja el subidón adolescente de unos reporteros creciditos. Eso sí, el diario conserva el de sus columnistas. Sólo faltaba. A lo mejor las cosas han cambiado. A lo peor estoy lento. Pero diría, intuyo, que se trata de una maniobra asimilable a las mejores corrupciones del periodismo contemporáneo. Que confunde la inevitable subjetividad con la narración de lo ocurrido y el obituario en resplandecientes alejandrinos con la autopsia del forense. Se trata de vender como hechos la opinión. De animar a que bailemos todo con simpático despliegue posmoderno. Si nuestro problema pasa por traficar como informaciones los juicios, si damos como reportajes una suerte de editoriales poco o mal camuflados, pues oye, mira, que el editorial, opinión sin firma, devore el resto del periódico. Lejos de evitar las averías asociadas al jaleo de egos y otras exhibiciones de prejuicios, la supresión del nombre exonera a quien (no) firma de lo que escribe. Dota al conjunto de una calidad casi demiúrgica. Al habla el intelectual colectivo. La voz de dios, todopoderoso y sabio. Todo listo para lucir sin complejos basuras del tipo según ha podido saber este periódico y etc. En realidad, y sorprende que sigamos dándole vueltas, era la firma, nombre y apellidos, DNI, la única garantía de que alguién daba la cara. Otra cosa era lo que cada cual hiciese con la realidad una vez despiezada y cómo la interpretase. Recuerden la repetida anécdota de la filósofa Hannah Arendt. De vuelta en Alemania tras la II Guerra Mundial. Cuando pregunta al buen pueblo sobre la invasión de Polonia y el buen pueblo responde eso es lo que usted opina, yo creo que Polonia invadió Alemania. La turbia confusión, mal comprendida y peor explicada, entre el derecho a opinar lo que uno guste y la obligación de refutar con datos, documentos, fuentes, bibliografía, grabaciones y citas. Luchemos, en fin, para evitar que el periódico, último reducto ilustrado, parachoques contra el aullido de los bárbaros, acabe triturado en las cloacas de internet. Allí donde cualquier falsario o nazi publica cuanto quiere sin otra aduana que el nick imbécil. O ese máscara última, en el nombre del New York Times, que parece diluir entre sus 1.300 reporteros el trabajo de cada cual. Importa el equipo, pero también la firma del periodista y hasta la del delantero centro.

Julio Valdeón

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