He leído los interesantes comentarios y confieso que mi análisis necesita más pista. Lo bueno de publicar en Internet es que permite un work in progress. Aclarar que no entiendo por qué borré una línea en la que me preguntaba por el titular, tan zafio, tan burdo. Sin duda el melodramático “Condenado” ensucia nuestra fotografía por la vía del sensacionalismo, un forma de posicionarse muy del Post. Cabe la posibilidad, también, de que las señales con el flashsean disculpas. Que acojonado por la inminencia de la catástrofe, y con el asesino al lado, Abbasi optara por dejar testamento de lo ocurrido. Lo demostrarían el encuadre y la definición, demasiado logrados. Incluso así no encuentro la amoralidad. Ni tenía la obligación de rebelarse ante una situación límite que bien podía haberle costado la vida ni su fotografía miente. No fue un héroe, mas quién lo es. Basta con que sea un profesional. El periodista puede inventar sus motivos, darse alpiste o silbar, pero nunca manipular la foto o la entrevista. A no ser que quiera zamparse el World Press Photo (yo me entiendo). Tampoco detecto conceptos. O metáforas. O subrayados. Esos que Cooper cree ver. El mensaje, de haberlo, no sería la ciega indiferencia del personal, el apático movimiento de los astros frente a la gente que sufre o muere, sino la evidencia del miedo. Un miedo atroz, justificado, ante la posibilidad de que el asesino te empuje y el metro te atropelle. Otra evidencia: que frente a la muertes gloriosas que factura el cine, colacao de hemoglobina con música estereofónica, los crímenes reales, y los segundos que los preceden, son así, tristísimos. O al menos debieran de serlo para quien tenga entrañas y viendo la foto se sitúe, de forma automática, junto al muerto. Colocarse con el verdugo, mostrarle simpatía o curiosear por el vertedero que oculta tras el flequillo, no es tarea de gente, o periodistas, decentes.

Alguien menciona la imagen del general Nguyen Ngoc Loan a punto de incrustarle una bala a un supuesto civil, Nguyen Van Lem. Ejecución en Saigón fue elevada a los altares del Pulitzer. Un símbolo de la guerra, contra la guerra, que penetró en el imaginario colectivo. Más tarde se dijo que que Lem era un asesino, al mando de un comando de asesinos que acababa de liquidar a más de treinta personas, entre ellas la familia de un amigo del general Loan. No justifica esto la conducta de Loan, ni cambia la opinión que tengo, pues me parece que un asesino es un asesino lo niegue el medio social, los atenuantes sentimentales o el siroco, pero añadiría un contexto distinto, un claroscuro inquietante y reactivo al maquillaje ideológico adosado desde un principio. El propio Eddie Adams, autor del retrato, habría reconocido años después que se arrepentía de haberla tomado porque “no contaba toda la historia”. Incluso, cuentan, habló en favor de Loan frente a las autoridades de inmigración cuando, viejo, lisiado y retirado, quiso vivir en los EE.UU.

Otra instantánea: la de Kevin Carter y el niño y el buitre. El mundo en asamblea sumarísima acusó al fotógrafo de caníbal. ¡No ayudó al pequeño! La presión fue bestial. Lincharon al mensajero. Lo ataron al poste y lo azuzaron, si no por la hambruna, sí por evidenciar con su conducta la miseria moral de Occidente, mercenario el cabroncete de unos medios que hacen safaris entre fiambres para, horas después, volver a su ducha caliente. Mi amigo Alberto Rojas, uno de los grandes, viajó a Sudán para reconstruir la historia. Incluso me pidió que entrevistara en Nueva York a Judith Matloff, excorresponsal de Reuters en Sudáfrica y hoy profesora en Columbia. Matloff acogió durante sus últimas dos semanas de vida a Carter. Esto me dijo: “La foto del buitre no fue la causa de su suicidio. Kevin ya había intentado suicidarse varias veces antes de haber tomado aquella instantánea. Habitualmente fantaseaba con esa posibilidad porque se trataba de una persona seriamente desequilibrada, muy frágil (…) Era adicto al mandrax o pipa blanca, una droga muy potente. Eso le hacía aún más vulnerable (…) Nada más ganar el Pulitzer la agencia Sygma le contrató para un trabajo en Ciudad del Cabo, pero llegó tarde y perdió el vuelo. Pocos días después, la revista Time le encargó otra sesión en Mozambique, pero se olvidó los carretes en el avión de vuelta… Aquello fue el punto de no retorno para él”.

Rojas, en Sudán, sobre el terreno, demostró que el niño ya estaba registrado en la central de comida, en la que atendían enfermeros franceses de la ONG Médicos del Mundo. Florence Mourin coordinaba los trabajos en aquel dispensario improvisado: “Se usaban dos letras: ‘T’ para la malnutrición severa y ‘S’ para los que solo necesitaban alimentación suplementaria. El número indica el orden de llegada al feed center. Es decir, que el pequeño Kong tenía malnutrición severa, fue el tercero en llegar al centro, se recuperó, sobrevivió a la hambruna, al buitre y a los peores presagios de los lectores occidentales”. Incluso concluyó, tras entrevistar al señor Nyong, padre del niño, que este murió en 2007. Recopilemos. Carter no abandonó a una criatura a merced del buitre. Y estaba desequilibrado, consumía drogas, perdía trabajos, lo acosaban las deudas. Asunto distinto es si los blandos moralistas, los que distraen su aburrimiento en nombre de la humanidad para tirotear a un hombre, no sonrieron, siquiera un instante, cuando se suicidó. Bien empleado lo tiene, y olé. A lo mejor eso quieren que haga Abbasi, que acepte su maldad y se aplique un lingotazo de plomo en las sienes.

Curioso que quienes le condenan muestren una absoluta indiferencia al importante detalle de que la fotografía de Carter, que implica la soledad del niño frente a la bestia, sea falsa. Bienintencionada, positiva si quieren porque puso el foco sobre una tragedia humanitaria, pero falsa, mientras que la de Abassi, en cambio, es cierta y dura, banal por lo que toda muerte violenta tiene de repugnante gratuitad, pero indiscutible.

Tampoco me sorprende: si algo se la sopla a tanto pistolero con el Twitter flojo, a tanto druida metaliterario y a tanto mamporrero de la iluminación poética, flaubertiana, son precisamente los hechos. El periodismo.

Julio Valdeón

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