Mi abuela recordaba los días en los que el río de la Pola bajaba negro. De luto por sí mismo y sus truchas mientras los mineros compraban pistolas el viernes de pago. Cuando la Cuenca era la versión dinamitera, borracha y roja del far west. En León, también rico en vetas, hubo un tren minero entre Ponferrada y Villablino al que ahora, cien años más tarde, rinden tributo. Aquel año de hace un siglo había nacido la Minero Siderúrgica y, tal y como cuenta Javier Blanco, se publicó Una nueva Vizcaya a crear en el Bierzo, de Julio Lazúrtegui. Cierto que no germinó la competencia a Bilbao entre el Sil y el Boeza, pero tampoco hubo que soportar a un delirante, racista, como Sabino Arana. Con los rieles desaparecieron las tardes de soledad calcinada, rodeados por el blanco tejer de las montañas y su fresca detonación de nieve. Llegó el tren y por vez primera parecía posible rescatarse del hambre. A cambio, claro, de apostar los bronquios entre vagonetas. No encontraron oro, como en Deadwood, cuando arribaban los carromatos de pistoleros, los buscadores de pepitas, los médicos adictos al láudano, los predicadores con un sol de fanatismo estampado en las pupilas, los indios dipsómanos y las putas de cuchilla acostada al liguero, pero igual que en Shinbone, el pueblo de Tom Doniphon y Hallie Stoddard, el tren inauguró los tiempos modernos. Como en Deadwood, hay un salto mortal entre las Colinas Negras que habitaban los Lakota y el anuncio del descubrimiento del metal por el coronel George Armstrong Custer. Hoy sabemos que las viejas industrias no tienen vuelta. No pueden competir en precios con las materias primas de EEUU, China, Australia, Brasil o la India. Pero bien está recordar lo mucho y bueno que trajeron mientras averiguamos cómo sobrevivir a su muerte.