Primero fue el susto. La posibilidad de que Concha Velasco abandone. Como todos, dirán. Pero no cualquiera lo anuncia en rueda de prensa. Después llegó la puntualización. Lo dejará, si lo deja, en dos años. Cuando termine las mil y una representaciones previstas de El funeral. El anuncio y posterior gradación trae el eco de otras espléndidas jubilaciones de quita y pon. Ella misma, siempre rápida, había bromeado delante de la prensa. «Pensarán», comentó, «que esta chica de Valladolid se ha vuelto tonta y que se corta la coleta como los toreros para luego volver». Anticipaba nuestras chanzas. Y cómo no recordar las guadianescas apariciones y regresos del gran Miguel Ríos, ahora sinfónico. O las supremas espantadas y gloriosas reapariciones del maestro Antoñete. Entre 1975 y 2001 volvió, murió y triunfó tantas veces que en cuanto anunciaba la enésima retirada había que pedir vacaciones coincidiendo con el siguiente San Isidro. No fuera a reeditar entre chupada y chupada al Camel la mítica faena a Cantinero. Otra gran dama que estos días explica que lo deja, previa gira de chorrocientos conciertos, es Joan Baez. Lo ha resumido en el New York Times con frase feliz, enclaustrada en su refugio cercano al Pacífico y a punto de publicar su último disco: «Yo no hago historia. Soy historia». Para quienes crecimos con sus canciones, y para los admiradores del arte de Chenel, lúcida cofradía amamantada en la certidumbre de que «la sombra está que arde», y para los devotos de doña Concha, que no es la Piquer sino la inimitable Concepción Velasco Varona, chica yé-yé, rosa tatuada, Hécuba y Teresa de Ávila, apenas queda rezar al dios de los neones. Con la ilusa esperanza, herrada por la fatalidad, de que la fiesta nunca acabe.