El fotógrafo Pierre Gonnord ha inaugurado una exposición en el vestíbulo de las Cortes donde reflexiona sobre la despoblación del mundo rural. Lo hace a partir de grandes retratos que son, en su majestuosa impudicia, mapas de carreteras conectados al pasado que todo hombre tiene por delante, llegado ya ese punto de la vida y la historia en la que no hay nadie a quien acudir; mucho menos en el pueblo, vacío o a punto de estarlo. Con sus retratos colosales y tristes Gonnord descifra la procesión interior de quienes echan la tarde en hablar con los muertos. Habitantes involuntarios de una novela corta de Juan Rulfo. Su historia vale para cualquiera que por azares diversos permaneciera fiel a esa España vacía que retrató el escritor Sergio del Molino en su gran libro. La balada machacona, desesperanzada, amarga y rota de saberse extranjero en tu tierra. Una tierra que opera como fábrica de extranjería y en la que solo hay sitio para las malas hierbas, las cruces del cementerio y los mastines abandonados que recorren las calles al anochecer como procesionarios de una orden antigua y mendicante, santa compaña con pulgas y mala cabeza de aquellos días felices junto al hogar. Días de largatija y sol naranja, de cuando los niños abrazaban la tarde con su coro de risas y los mayores regresaban del campo y las abuelas saludaban desde la puerta, de cuando el futuro no parecía un descampado con vistas al Titánic y existían posibilidades de supervivencia más allá de la emigración hacia unos extrarradios industriales y unas ciudades dormitorio irrigados con la sangre de una clase trabajadora brutalmente explotada y, para colmo, segregada, caricaturizada y encofrada en guetos geográficos y mentales. Gonnord fotografía la España a la que nadie pregunta. Ocupados como estamos con atender las neurastenias de los señoritos de mierda que hicieron fortuna a su costa. Sin ir más lejos en Cataluña.

Julio Valdeón

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