Ciudad sin coches. Un sueño que aligere de monóxidos los burgos podridos, incubado por el bicho que, tras bajar del árbol e inventar el motor de explosión, amenaza con suicidarse. La panacea de cualquier ciclista, y el terror de los Trump S.A., convencidos de que el Cambio Climático lo urdieron entre los liberales del partido demócrata (en EEUU liberal equivale a socialista), los profetas de la lechuga estacionados entre Sausalito y Portland, los científicos adictos al bote de la subvención y los chinos del politburó junto con las hordas de Fu Manchu, conchabados con todos los enemigos de América. En realidad aparcar el coche responde a la necesidad de educarnos en un planeta algo más incómodo… pero vivo. No es igual pilotar tu buga, con tu música en los altavoces, fumando si te place, que detenerte en todas las paradas de autobús de aquí a Fuengirola. No resulta tan placentero, pero a la larga ayudará a que tus nietos respiren. Entiéndaseme: una reciente aplicación del New York Times demostraba que si el 40% de los conductores cambiaran su coche por el transporte colectivo dejaríamos de emitir 6,6 gigatones de gases de efecto invernadero de aquí a 2050. Importante pero insuficiente. Si la mitad de la humanidad dejara de comer carne la reducción sería de 26,7 gigatones. Si aumentáramos la producción de energía eólica hasta suponer el 21,6% de toda la que el mundo consumiera al llegar a 2050, el ahorro en mierda sería de 84,6 gigatones. Y si lográramos eliminar el 87% de los gases de efecto invernadero generados por los aires acondicionados (los letales hidroflurocarburos), la reducción alcanzaría 89,7 gigatones. Está muy bien aparcar el coche, pero necesitamos, ¿cómo dicen los cursis?, eso, un plan integral. Mejor, uno de choque.