Mi amiga Verónica Puertollano le comentó a Arcadi Espada que Suárez fue el político que «devolvió el usted a los españoles». Santiago González también ha resaltado la diana en una columna. Afirma el hombre que sufre cuando pincha la realidad que es imposible explicar mejor la distancia entre Suárez y aquel Franco que en pantanos, dieciochosdejulio y otras fiestas de guardar trataba al respetable con la campechanía del que saca a pasear el perro. Otro comentarista, Ignacio Escolar, explica que Suárez dimitió porque le faltaba respaldo: cuando abandona su aprobación rozaba el 4,9%. Hoy, en las Cortes, nadie alcanza esos números, y la mayoría, incluido el presidente del Gobierno, roza el muy deficiente. Pero nadie dimite, no, porque la gestión de la cosa pública, en esta democracia que a pesar de todo es nuestra única salida al pistoletazo, se ha transformado en un coto cerrado, fétido, obsceno, donde aquel que opositó para marrullero se ganó la Historia al conspirar para traer las libertades mientras los que siguieron perpetúan un cambalache, un circo de favores, flamencos a la hora de rescatar autopistas y sumisos con los bancos. Lo que hemos visto luego, la muchedumbre que despide al héroe, tiene mucho de la fascinación del mono con la muerte que venimos repitiendo desde Altamira. Aparte, sabemos que los españoles somos aficionados a dar vivas a quien ayer insultábamos. Basta con que palme. La Pelona, o sea, maquilla biografías, encuentra novias, engranda figuras y concita aspavientos. Resulta muy apañado llorar por el finado y uno sale en cámara luciente de generosidad. Con una o varias especificidades. Suárez abandonó la cosa pública sin un mísero consejo de administración y tampoco publicó el clásico libro de memorias a cambio de un canal de TDT. Gobernó frente a una derecha paleolítica y una izquierda que al minuto uno lo dio por amortizado, y de fondo los militares. El día fatídico, aquel 23-F, no pidió clemencia ni gimoteó. Perdió pronto el pedestal, y se ganó la historia.