A George Pelecanos lo conocemos por sus modernos bandidos y sus huérfanos de ojos grandes y acuosos que trafican con muerte en Baltimore. Es el relator turbio y justiciero del inmigrante griego en América, del sindicalista que desmantelados los astilleros sufraga el sindicato a base de meter heroína en los contenedores, del dueño de la cafetería al que las fuerzas oscuras trastocan su vida con la aparición de canallitas de diverso signo que amenazan su bien ganada posición en la sociedad que lo ha acogido. Guionista de la inolvidable The wire, aquella serie que sustituía los poderes fácticos o las paranoías conspirativas por individuos perfectamente etiquetables mangando desde el ayuntamiento, Pelecanos acumula una obra fecunda, que lo convierte en uno de los mejores novelistas noir del actual panorama estadounidense. Y ya sabemos que ser uno de los mejores escritores del género negro en EEUU no es lo mismo que ocupar semejante posición en los países nórdicos, de igual manera que no es lo mismo, ni por la calidad ni por la influencia de las revelaciones, ser el Garganta Profunda del Watergate que el impresentable Assange de Wikileaks.
Con The cut, su nueva novela, Pelecanos introduce al último de sus antihéroes, Spero Lucas, un joven ex marine, jodido náufrago de todas las guerras imperiales que de regreso a Washington ejerce como conseguidor de mercancía robada al servicio de quien mejor pague, sea su cliente/pagador una viuda alegre o un mafioso en busca de un maletín fosfórico: en realidad, puestos a elegir, mejor el narco, que siempre dispone de cash y paga en negro. Su tarifa, fija, equivale a un 50% del valor de lo que recupere, poco importa si ensombrecido por los tráficos ilegales o enlagunado de química barata. Como recuerda Ian Allen, la novela abunda en los tópicos marca de la casa, y los tópicos, bien llevados, son el blasón del escritor, su estilo. Ahí están los adolescentes voluntaristas que sobreviven en el ghetto y reciben a cambio un disparo entre los ojos, los maestros desmoralizados, los policías que apenas pueden gloriarse de una peonada infame y unos ingresos extras que sobrecogen en los hoteles como aquellos infames críticos taurinos recibían sustanciosas limosnas del apoderado en el mostrador del Wellington. No faltan los guiños al cine de serie Z, a los subgéneros chuscos que desde Tarantino son la sístole de los jóvenes cineastas, ni el homenaje perpetuo al mejor soul, al romanticismo de los grupos de chicas, al «chocolante caliente regado de dopaminas» (Diego A. Manrique dixit) de Sam Cooke, al vozarrón ciclónico del sello Stax o al lirismo funk de los setenta. Sus libros son complejos mecanos en los que importa menos averiguar quién asesina a quien y más la pintura general de un paisaje urbano magistral en su decadencia, familiar en su podredumbre, sustancioso y moderno en su pálpito callejero. Más periodista que poeta, más documentalista que metafórico, Pelecanos coloca sobre la mesa las oxidadas piezas de unos EEUU con el 10% de paro y subiendo. Lejos del fatalismo cromado del gran Chandler o el laconismo de Hammett, también de la locura desigual pero tumultuosa y fascinante de Ellroy, hay en sus páginas un casticismo urbano libre de fervores, rubias platino o tramas pluscuamperfectas. Un reguero de fiambres con cartelones luminosos del cuello, coches de gran cilindrada, muchachos acosados por lobos y lobos bizarros que monologan con lo que resta de América en una barra de chicas desnudas y melancólicas con las bragas de la hipoteca por bandera, meciéndose al aíre untuoso de la madrugada.
Quien descrea de la literatura como termómetro fiable respecto a lo que realmente sucede en un país puede mejor elegir las memorias de Dick Cheney, vicepresidente de George W. Bush. Acabado ejemplo de trilero profesional. In my time, el voluminoso artefacto firmado junto a su hija, demuestra hasta que punto son comprensibles los prejuicios sostenidos contra la clase política por buena parte de la ciudadanía. Califica la invasión de Irak como uno de los grandes logros de su gobierno. Alaba Guantánamo por humano, quiere decir, por respetar los derechos humanos. Afirma, ole sus burocráticas gónadas, que la gestión del Katrina resultó inmejorable. Sin duda las agencias de protección civil del todo el mundo utilizan los días en que Nueva Orleans durmió junto a los peces como ejemplo a imitar en caso de huracán o tsunami. La respuesta a Irene, algo así como un perfecto negativo de todo lo que no hicieron durante el ciclón de 2005, ilustra hasta que punto su memoria asedia los días de un país traumatizado. Nadie critica a la Casa Blanca por la virulencia del Katrina. La culpa de que llueva no es del gobierno. Sí, ay, la triste reacción posterior. La falta de información. La imprecisión. La chapuza. La toma de decisiones viciadas. La asombrosa certeza de que puesto que aquella era una ciudad de negros pobres la respuesta sería caótica y precipitada, con decenas de miles de personas sobre los tejados, las carreteras colapsadas, los diques sin reforzar desde hacía años y la Guardia Nacional en Irak buscando armas de destrucción masiva. La profecía autocumplida, funcionando a tope en cierta prensa socialdemócrata, no les salva a Cheney y los suyos de un papelón escrito en rollo de papel sanitario.
Toda autobiografía acostumbra a ser un sistema de mentiras tejidas sobre la mentira primaria de que uno escribirá de sí mismo sin impostura. Aunque existen gloriosas excepciones, las autobiografías políticas, esto es, de políticos, o sea, de gente que ha vivido en función del juicio público, acostumbran a ser trabados ejercicios de autobombo que aspiran a reescribir el juicio histórico, si quiera a dar unas pautas que los futuros doctorandos y periodistas del New Yorker en año sabático usen como alternativa a la suma de evidencias aherrojada en las hemerotecas, digitales o no. En el caso de Cheney, sorprende su pretensión de destacar como heredero de Capote y aquel invento denominado novela de no ficción, imposible metafísico equiparable en su utopía al de la victoria sin vencidos, el chiste inteligente, la bondad de la razón de Estado o el señorío de Mourinho.
Cheney, incapaz de ofrecer datos, acaso porque conspiran en contra de sus tesis, prefiere colocarse los patines del bardo. Encadena juicios sumarísimos, cochambre dialéctica, puyas a destajo y valoraciones plenamente coloristas sobre unos acontecimientos que el resto de peatones percibimos de forma muy distinta. No faltan las collejas a Colin L. Powell, inolvidable cuando ante Naciones Unidas representó un papelón digno de Gila, o sus cariños a Donald Rumsfeld, halcón entre halcones que proyectó la toma de Babilonia como un paseo de bajo coste, rapidito y en rebajas, que evitaría ominosas comparaciones con Vietnam. Que el Pentagono y sus generales tuvieran luego que arreglar mal que bien el desaguisado con una campaña clásica de infantería, desautorizando las fantasías de dibujos animados de Rumsfeld y otros teóricos, importa muy poco a un Cheney que dedica el resto del volumen a contarnos sus cuitas hospitalarias y cuanto siente haber estado a punto de volarle los sesos a su amigo aquel día en el que emulando a Chaplin salió a cazar patos. En el New York Times concluyen la reseña del libro aludiendo a la conversación que mantuvieron Cheney y Bush cuando el primero acababa de recibir la oferta de ocupar la vicepresidencia. «Tienes que saber que soy muy conservador», le explicó al hijo del héroe de la CIA. «Lo sabemos», respondió éste, tan dueño de la glotis que ni siquiera se atragantó con las galletitas. «No, quiero decir, realmente conservador». A demostrarlo, refundando el Nuevo Orden Mundial por la vía de confundir Washington D.C. con la Roma de Trajano, se aplicaría durante varios e interminables años.
Imposible rematar esta crónica sin aludir a Enrique Krauze. El ensayista, escritor e historiador mejicano, editor de la imprescindible Letras libres, ha publicado en EEUU, en inglés, su memorable Ideas y política en América Latina. A Krauze le debemos libros portentosos, como el que en 2008 dedicó a Hugo Chávez. Lejos de los embriagadores, y nocivos, cantos de aquellos escribas seducidos por el fascismo y el comunismo, posicionado contra una tradición megalónama que en la América hispana acostumbraba a situar al escritor en el papel de relator épico de las hazañas del caudillo de guardia, Krauze da cuenta, crítica, de quienes desde el campo libresco pelearon por una sociedad más justa acariciando el cogote de cuantos tiranos han sido, rehenes de unos prejuicios que enarbolando la bandera del humanismo anteponían tiranía a democracia. De Martí a García Márquez, la nómina es deslumbrante y jugosa. Pasma por la calidad intelectual de los oficiantes y por la empecinada devoción hacia gorilas uniformados con o sin barba, guerrilleros empeñados en redimirnos y saltimbanquis retóricos que aplaudían la liquidacón fin de temporada del parlamentarismo mientras alababan las bajas pasiones del pueblo. Sólo Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, sólo al menos entre los primeros espadas, salen bien librados de este recuento incruento en el que destaca la misericordia del autor, que nunca niega méritos y jamás tropieza en el ajuste de cuentas. Demasiado elegante para descorchar opiniones jarrapellejas, Krauze escribe con pasión, sin vedetismo, de unas obras que conmueven por su intento de transformar la realidad. De unos poetas, novelistas, etc., siempre implicados en el curso de la historia. De tantas hermosas mentiras y de los cadáveres que asoman bajo los pliegues líricos. Un título que ha merecido justos aplausos en los mejores suplementos estadounidenses, más meritorio si cabe al reparar en la incapacidad gringa para leer más allá de sus fronteras.
En realidad, como cofrades ortodoxos del género, protagonistas en el papel de Fu Manchú o entomólogos, Pelecanos, Cheney y Krauze percuten, cada uno a su modo, en el noir, ese relato de bajas pasiones.