Uno surgió como tiro cuando el blues fue reencontrado en los sesenta por los adolescentes blancos de Reino Unido. El otro apareció a principios de los ochenta para devolver al jazz su orgullo perdido, ese nexo con la tradición que la descortesía de ciertas vanguardias había sepultado. Cada uno en lo suyo, son dos superdotados instrumentistas. Guitarrista el primero, trompetista el otro, hace eones que Eric Clapton y Wynton Marsalis disfrutan de las prerrogativas que concede la adoración universal, el unánime convencimiento de que situados más allá el bien y del mal pueden hacer cuanto les plazca. Tantos privilegios también entraña riesgos. En el caso de Clapton, una cierta abulia, que lo ha empujado con penosa regularidad a grabar discos cocinados con el piloto automático, tan lejos en intensidad o pasión de lo que entregase, un suponer, en las fugaces noches de Derek and the Dominos. Maraslis, director del Jazz at Lincon Center, templo del género en Nueva York, también ha recibido su dosis de plomo: lo acusan de arteroesclerótico. De resistirse a la innovación. De ser el mandarín de una lujosa y costosísima catedral vetada al cambio.

Tal vez por todo o eso, o quizá por capricho, gusto, devoción o placer, decidieron juntarse el pasado abril. Programaron dos conciertos a dúo, acompañados por una formación escogida entre la orquesta del Lincoln Center que homenajeaba la legendaria King Oliver´s Creole Jazz Band, concretamente, añaden, la que grabó y tocó en 1923. Añadan dos instrumentos. Guitarra eléctrica, a cargo de Clapton. Y piano, cortesía de Dan Nimmer. Con un repertorio escogido por el británico, en apenas tres días, remacharon un espectáculo aventurero y triste, festivo y melancólico. Un homenaje a las raíces musicales del siglo XX. Una tempestuosa y solamente a primera vista desenfadada alfombra mágica con la que desplazarse hasta la Nueva Orleans de Oliver, el Chicago de Louis Armstrong o la Bentonia de Skyp James.

Si exceptuamos Layla, inoxidable clásico de «Mano Lenta», todo en este disco y DVD rezuma tradición. Abunda el swing (Ice cream), el boogie-woogie (Kidman blues) que sonaba en los burdeles y bares de Mississippi o Texas, el gospel (Just a closer walk with the thee) o el puro, simple, deslumbrante y espiritoso dixie jazz. Creyentes en las heterodoxas religiones de los sones estadounidenses, operaron como arqueólogos. Mejor, como alquimistas empeñados en resucitar con gusto y sentido los vestigios del pasado. La partida de exploradores recibió, en dos temas, la sinuosa, elegante, mestiza presencia del gran Taj Mahal, erudito bluesman que ha combinado como nadie, entre otros perfumes, el tibio folklore hawaiano con el retorcido blues parido por pioneros como Charley Patton.

«Queríamos que estos conciertos sonaran como el resultado de gente tocando música que ama y conoce, no como un proyecto», explica Marsalis en su web, «Que la música mostrara como el blues continúa hablando con claridad e inmediatez a través de todas las líneas de la segregación. Combinamos el sonido de una primitiva banda de blues con el sonido de Nueva Orleans». Más tarde añade como la ciudad que a punto estuvo de ahogarse bajo la furia de Katrina es «el lugar mítico del nacimiento del jazz, el blues, el gospel, el rythm and blues y el rock and roll. Es el lugar perfecto para encontrar nuestra herencia común». Existe un precedente a esta aventura: el artefacto que el propio Marsalis registró junto a Willie Nelson hace un par de temporadas. Si entonces desmontaron las fronteras del country al mezclarlo con blues. O sea, al regresarlo a la matriz de la Carter Family, etc., aquí repite experiencia para encontrar texturas perdidas. Sabores olvidados. Fosfóricas consanguinidades. Eternos maridajes en el explosivo cóctel de un blues tejido con mimbres de pura leyenda.

Julio Valdeón

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