Para el cronista machacar los Oscar supone un clásico, ese jersey negro, mamífero que habita al fondo de tu armario, para elegir si dudas. Con amarga delectación anticipas el fracaso de tus favoritas incluso durante el tostón de la alfombra roja, y saboreas la triste certidumbre de que al final sonríen quienes menos deseas. Si según el axioma de Luis Aragonés las finales no se juegan, se ganan, en los Oscar aplica otra regla: “Bailando con lobos” siempre triunfará sobre “Uno de los nuestros”.

2014, claro, tampoco defraudó. “The wind rises”, la nueva y acaso última de Miyazaki, un talento arrollador, un maestro, legítimo heredero de Ozu y Kurosawa, genio absoluto tanto cuando habla de las incertidumbres y descubrimientos de la infancia (“Totoro”, “Ponyo”) como cuando coloca la lupa sobre la compleja y fascinante mitología japonesa, combinada, de nuevo, con otro supremo retrato de los anhelos infantiles (“El viaje de Chihiro”), bosqueja el ancestral sinsentido de la guerra y la imperiosa necesidad de preservar el planeta (“La princesa Mononoke”) o descubre a un Robert Mitchum de apariencia porcina (“Porco Rosso”), perdió en favor de la notable y convencional “Frozen”. Hollywood, o al menos la Academia, tampoco ama a DiCaprio. Ni Scorsese recibió carantoñas por su salvaje lobo. Encumbraron las buenas intenciones de “Doce años de esclavitud”, notable, no magistral, y la espectacular banalidad de una “Gravity” que sí, tiene su punto, o sea, es entretenida y visualmente redonda, pero ¿siete galardones?

Como su Gusano tiene por tarea hablar de música diré que en condiciones normales, con otra competencia, hubiera celebrado el reconocimiento dedicado a “A 20 pasos de la fama”. Hay que emocionarse si reivindica a vocalistas de la categoría de Darlene Love, bendita intérprete de tantos himnos de la factoría Spector, o la suprema garganta de Merry Clayton, aquella que propulsaba ‘Gimme shelter’, de los Stones, hasta la estratosfera. Su trayectoria, clase y, sí, mala suerte, las hace acreedoras de eterno agradecimiento. Pero el documental que las celebra, si conoces la historia del rock, peca de previsible. Peor: usurpa honores a la mejor película de 2013, la brutal, turbadora, inquietante hasta el dolor, surrealista sin ánimo lúdico y en definitiva espeluznante “El acto de matar”. Una película tan incontestable que solo admite un competidor, “La vida de Adèle”, ¡pero es que a esta ni siquiera la nominaron! Ganó en su lugar “La gran belleza”. Bella, rara y suntuosa, y fría, y repleta de personajes a los que quisiera abofetear, o fusilar. A años luz de la peripecia de Adèle y Emma, de las maravillosas Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, desde que las conocí habitantes a perpetuidad de mi muy particular y vehemente filmoteca de amantes inolvidables, y ustedes disculpen, o no, la heterodoxia, allá cada cual sus gustos, junto a Audrey Hepburn y Sean Connery en “Robin y Marian”, Tony Leung Chiu Wai y Maggie Cheung en “Deseando amar”, Federico Luppi y Mercedes Sampietro en “Lugares comunes”, los Humphrey Bogart y Gloria Grahame de “En un lugar solitario”, Simone Signoret y Serge Reggiani en “Casque d´Or”, Clint Eastwood y Meryl Streep en “Los puentes de Madison” o, entre otros, tampoco muchos, Celia Johnson y Trevor Howard en “Breve encuentro”.

Julio Valdeón

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