Las biografías cinematográficas de músicos suelen derrapar. Les falta saña. No descreo de sus buenas intenciones, pero por regla general toneladas de gran arte acompañan unos retratos demasiado sosos. El precio que pagas por tu devoción, pues intuyo que hay algo más que cálculos fenicios en la decisión de rodar un biopic, lo da la excesiva cercanía con la criatura. Amor y sufrimiento, jadeos y lágrimas, éxtasis y traición, van de la mano, y sin embargo los retratos obvian la mezcla. En el lugar de la ferocidad, superflua blandenguería que lava más blanco los pecados omitidos. Como en el poema de Leopoldo Panero, de tanto cariño matamos al héroe, acribillado a besos. Ejemplos, decenas.

Sucede, claro, que los deudos, viudas, amantes, hijos, etc., manejan la llave del tesoro: los derechos de las canciones. Si tu película plantea dudas, si en tu retrato del ídolo encuentro sombras, claroscuros, problemas, mezquindades, traiciones, te negaré la música. Sin ella, bien lo sabes, la película nacerá huérfana del gran reclamo comercial. A lo sumo, permitiremos que hables de los periodos salvajes, los pasotes y demás, si el arco narrativo remata con una pirueta de amable redención. En dicha categoría residirían películas como “I walk the line”, donde el observador menos avisado abandonaba el cine creyendo que Cash superó la gula drogota a finales de los sesenta. El poder del amor todo lo cura y para qué insinuar que hubo otras recaídas, que incluso dos décadas después J.R. penaría colgado de varias drogas sintéticas, luego de una operación que reanimó su proverbial hambre por la farmacopea.

Mejor ocultar lo sucio, lo feo, dicen quienes no entienden que la ecuación queda coja, vacía, yerta, si hurtas las inevitables tinieblas. Admitimos que el genio se ponga hasta el culo solo si al final del trayecto cena perdices. No se trata de caer por la escalera del morbo viperino o la anécdota trivial, ni creemos a estas alturas en que el creador necesite un crucero por el infierno para ofrecer mejores frutos, sino que resulta imposible ofrecer un retrato cabal, un aguafuerte verídico, si consumimos todo el metraje en darle coba al personal con la inevitable parábola y un bostezante didactismo. O hablamos de lo que hay, sea doloroso o sublime, cutre y grandioso, o rodamos una de Disney con pingüinos que hablan.

Luego encontramos disparates tipo “El ocaso de una estrella”, cuando Diana Ross interpretó, la pobre, a Billie Holiday. La mezcla horroriza, claro, quizá porque el material de base, la autobiografía de Lady Day, es un cúmulo de trolas. Regla básica: mucho cuidado con la lengua de los artistas, especialmente cuando aplican sus poderes a hablar de sí mismos. Para confeccionar sus libros contratan a escritores profesionales, a los que solo interesa cobrar su cheque, expertos en maquillar y dar coba. Lo entiendo. En el negocio funciona mejor la automitificación que los hechos crudos. La vieja fórmula fordiana aplicada a la farándula. Recuerden, un suponer, que Jack Elliott, de nombre real Elliott Charles Adnopoz, nacido y criado en Brooklyn, alardeaba de un portentoso pasado como cowboy a partir de una escapada adolescente. Por no hablar del Keith Richards que farda de sentimientos paternofiliales en su época más desesperadamente yonqui.

Entre los documentales también abunda la censura. “No direction home”, la fabulosa película de Scorsese, en la que, ay, apenas mencionan que el Dylan de la trilogía eléctrica consumía un menú kamikace de estimulantes y opiáceos. Sin su concurso, y sin su genuino deseo de seguir a Rimbaud por los tormentosos caminos de la iluminación, cuesta explicar el denso simbolismo de esas canciones o las maratonianas sesiones de escritura junto a Robbie Robertson, hoy perdidas, por los hoteles de Europa. Y qué decir del sexo, omitido. Más cerca, curioso, anduvo Todd Haynes con su esotérica, irregular y lírica “I’m not there”. Decidió con tino que a Bob, plural y cambiante, solo puedes aproximarte desde múltiples ángulos, con distintos actores para encarnar sus imparables reinvenciones. Clinton Heylin sospecha que la inspiración de Haynes hay que rastrearla en una indigestión derivada de su libro, el imprescindible “Behind the shades”, la mejor biografía, hasta le fecha, publicada sobre Dylan. No lo descartaría.

Sirvan los párrafos previos como bienvenida a “All by my side”, el biopic sobre Jimi Hendrix escrito y dirigido por John Ridley, guionista de “12 años de esclavitud”. Hasta donde sé centra su atención en el periodo 1966/67, de Londres a Monterrey. Lo hace sin haber solicitado las bienaventuranzas de los herederos de Hendrix. Como castigo, ¿qué esperaban? le han denegado la posibilidad de pinchar su divina música. Y eso, precisamente, es lo que permite intuir que acaso nos encontremos ante un producto no formulario. Honesto, para variar, y doloroso.

Julio Valdeón

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