Mi primer recuerdo de los Waterboys pasa por sujetar la cubierta de «Fisherman´s blues», propiedad de mi primo, mientras en los altavoces silbaba el violín de Steve Wickham y Mike Scott cantaba sobre la utopía de alejarse de la tierra firme y sus amargos recuerdos. Pasaron los años y el escocés que antes había patentado la «Música Grande» abrió su paleta al rock de palo Beatle o el ruidismo crepitante. De fondo, de ancla, un pececillo folk, viento, whisky y salitre. Hará dos años musicaron catorce poemas de W.B. Yeats, algo que ya habían ensayado en el citado «Fisherman´s blues» con la inmensa «The stolen children». Era escuchar el recitado y uno, tan niño, creía flotar en la niebla, cercado por el lamento de las ballenas y el acordeón de los naufragios. Sustituía los versos que no entendía, la mayoría, con imágenes que ahora imagino declamadas por un Michaleen Oge Flynn vestido con cerveza negra y gallardía.

Siglos más tarde, en una tarde de calor infecto, acudí a Brooklyn para reencontrarme con los viejos amigos. El destino de su música siempre lo creí relacionado con noches al aire libre, el cielo pintado de estrellas y sobre la estrella el viento y sobre el viento la vela, etc. Así fue o lo sentí el otro viernes aunque que la temperatura transformara Prospect Park en monstruoso lavavajillas donde sudar alcoholes. De la evocadora «Strange boat» al zarpazo de «Be my enemy» la música fluía libre de los condicionantes atmosféricos que roían a los simples mortales. Falló meterle un extra de volumen, pero lo impedía el puritanismo de unas autoridades que programan conciertos como si fueran picnics.

Enfermo de los setlists, conocía de antemano el repertorio que habían tocado dos días antes, el 17 de julio en Halifax. No hubo cambios. Bien. A veces es mejor no marear las canciones, no vaya a romperse el embrujo. Me gusta que «Fisherman´s blues» suene casi al principio. Hay que evitar la tentación de despachar tus himnos con displicencia, acumulados en los bises como quien pide postre sólo porque va incluido en el menú del día y quedaría feo no aprovecharlo. Situada en el arranque, dejó claro que la cosa iba en serio. Hubo temas inéditos -la resultona «Still a freak», la hipnótica «I can see Elvis»-, huracanes que no por conocidos suenan menos feroces -eterna «We will not be lovers»-, ancianas delicias -«The raggle taggle gypsie»- y guiños al Neil Young que desintegra amplis -la citada «Be my enemy». Todo dominado por un Mike Scott que es cerrar los ojos y verlo aupado a los acantilados de Moher mientras Wickham hace de su violín arma de destrucción masiva. El resto de la formación, reclutada para los conciertos en Norteamérica, estuvo formidable, y ahora sólo resta hacer sitio en la estantería a esa edición magna del disco del 88 que llegará en breve. Porque los medios sacan un «next-big-thing» cada diez días, pero tú y yo sabemos que en el tres dos uno de la eternidad, allí donde juegan los artistas mayores, los Waterboys son reyes.

Julio Valdeón

© Julio Valdeón Blanco / Diseñado en WordPress por Verónica Puertollano (2012)