Camino hacia Chinatown y en el Soho doy con un pulcro mural pintado sobre el chato ladrillo de un edificio. Presenta a un DJ barbado, guapo, exótico, lírico, sombrero hipster caído hacia la nuca, tatuajes en los antebrazos, etc. Intuyo que la calculada estampa pretende convencernos de que el pinturero muchacho posee inexcusable savoir faire, arrollador estilo, pero oye, al poco se indigesta. Quizá porque no promociona camisetas o tarjetas de crédito, lo propio en ese tipo de imágenes sin fondo ni forro, blandas, sino el ¿congreso? ¿escuela primavera/verano? ¿simposio? de talentos musicales que organiza Red Bull. Un acontecimiento planetario e inexcusable, que borra cualquier otro a juzgar por la atención que le han dedicado algunos medios, y que en 2013 se celebra en Nueva York. Sus patrocinadores, los señores de las bebidas, presumen de aglutinar la futura cosecha de genios, de ser el manantial artístico del porvenir en cuyas aulas chapotean futuros consagrados y encuentran refugio espíritus inquietos, primerizos iconoclastas, hacedores de terremotos, exploradores dotados de sombría imaginación o colorista capacidad expresiva. Garantizan, vaya, ruptura y originalidad. Lo normal en estos casos aunque sepamos que la mejor forma de estrellarse en cuestiones artísticas pasa por formar un jurado y pedir su voto, no digamos ya si el tribunal, amparado por una corte de asesores de imagen, lo sufraga un mecenas.
De vuelta a casa leo varios reportajes dedicados al particular. El New York Times casi imagina una academia platónica. Oh, el presupuesto, secreto, de millones de dólares. Ah, los participantes en un hotel exclusivo, el Ace. Numerosos consagrados, guau, de Brian Eno a Ryuichi Sakamoto, Giorgio Moroder, Nile Rodgers o Erykah Badu, junto a los 62 alumnos elegidos entre 4000 aspirantes. Qué orgía creativa, qué estilizado guión poblado de subyugantes talentos, qué atracón de didácticas fornicaciones con las inquietas musas. Atención: subrayen con moldes fluorescentes que la Red Bull Music Academy nada tiene que ver con los desharrapados del rock and roll. O en su defecto aguarden a que los plumillas, modernos ellos, nos lo recuerden en cada frase. Enfrentado a la contemplación del eterno juego de vituperar otros palos para reivindicar el tuyo, a la cansina necesidad de justificarse mediante el ejercicio de las comparaciones donde yo gano y los demás pierden, me pregunto por las razones que justifican que la electrónica goce de la mágica facultad de presentarse siempre como recién estrenada. Eso, y la alegría con la que sus defensores levantan la patita y dejan expuesto al sol el tibio territorio de sus filias.
Sin alejarnos mucho recuerdo que el Sónar se autotitula Festival Internacional de Música Avanzada. Toma castaña. Algo que viene de los 20, de la escuela de Nueva York, de Stockhausen a John Cage y del kraut a Detroit, donde anida un siglo de historia y aprovecha las enseñanzas jamaicanas, emulsiona con el rock y el pop, invade las pistas desde las colaboraciones Moroder/Donna Summer, y durante los últimos 35 años genera mil y una variantes más o menos populares, del dub o lo industrial, del acid al trance, algo, en fin, casi tan viejo como el jazz, a veces estupendo y otras menos, en cualquier caso populoso de estilos, sellos, artistas, ramificaciones, tribus, etc., todavía tiene el cuajo de explicar sin enrojecer, aleluya, que suyo es el FUTURO, que viaja limpio y libre de las sucias adiposidades que deja la memoria entre los dedos, virgen y renacido, fresco y rompedor y joven e inventivo y audaz y osado mientras el dulce zumbido del progreso besa en su flequillo y tal. Qué tal si como terapéutico contraste leemos estas palabras de Santi Carrillo referidas a la efímera pero excitante Dancedelux (1996-2005): “una revista anual que vivió en primera línea la causa electrónica, cuando parecía que la electrónica iba a acabar con el resto de músicas. Como esto no fue así, y pasó a convertirse en un estilo más, ni mejor ni peor que los demás, carecía de sentido el sectarismo de una publicación únicamente dedicada a la electrónica”.
Harto de quienes atribuyen a sus gustos el Zeitgeist musical reviso mis discos y entre Son House, Ariel Rot, Celia Cruz y los Stooges encuentro el Autobahn de Ralf Hütter y cía., maravillas de Lee Perry o joyas por cortesía de Depeche Mode, Orbit, The Sabres of Paradise o el mismo Eno. Y agradecería que Red Bull no sacara músculo como supremo garante del underground. O que los medios no le concedieran tantas medallas ni lo pasearan bajo banderas y olés, con las secciones de cultura, por tantas razones mejor llamadas de promoción, saturadas de exclamaciones, borrachitas de baba, pringosas de anunciar buenas nuevas. Ni el difunto Chaleo Yoovidhya ni Dietrich Mateschitz recuerdan al John Sinclair de los White Panters, a la Factory de Tony Wilson o a los Nuevos Medios de Mario Pacheco. En mi sin duda timorata idea de la trinchera casan mal los publicitados paracaidistas, los bólidos o los deportes de riesgo con la disidencia visceral de quienes pretendían cantar, escribir o tocar al margen de modas, e incluso contra las modas. Que nada tengo contra ellas, no me llamen puritano o esnob, pero caramba, menos lobos.
En una entrevista de Daniel Verdú a Brian Eno, el socio de U2, erigido en portavoz redbullero, largaba sobre el “háztelo tu mismo” y aplaudía la extinción del entramado industrial asociado a la música. Como quien no quiere, de paso, presentaba su 77 million paintings, una exquisita instalación audiovisual patrocinada por… Red Bull. ¡Cuánto habrá sufrido por haber ganado millones gracias a Windows si lo suyo era cantar en un coro gospel! Lo imagino agarrado a las sábanas, murmurando como un zombi en mitad de un bosque oscuro, mientras repasa una perra vida de —golosas— concesiones, los discos de Coldplay, un suponer, o el actual patrocinio de un ungüento isotónico. O aquellos excitantes trabajos con Roxy Music, sus históricos logros junto a Bowie, etc. Se sobrepone, no crean, y de paso sonríe ante la inminencia de un futuro cercano al Medievo, a lo sumo al Renacimiento, con trovadores de plaza en plaza que pasan la gorra. Qué lejos Obscure y sus alianzas con Island o Polydor, ¿verdad? En semejante regresión, terrorífica para países como España, donde muchas leyendas no pasan de las 500/1000 copias vendidas y las pasan putas si aspiran a meter a 50/100 personas en una sala, con giras de apenas 12 conciertos y en obligado acústico, sí, sí, en ese país idílico donde talentos descomunales como José Ignacio Lapido tienen que costearse sus propios discos, o sea, en el universo ideal que nuestro brujo auspicia y saluda, algunos, muchos, ejercerán de hambrientos juglares y otros, pocos, disfrutarán de la protección del príncipe. Adivinen dónde se ha situado Mr. Eno.
Queda por señalar que los emporios de refrescos energéticos, tiendas de ropa y anuncios de coches acaso abrazan la electrónica porque no toca los huevos. Puesto a ser capitán de la demagogia añadiría que en demasiadas ocasiones se trata de un juguete para pretenciosos encerrados en su burbuja, o de un masificado paquebote en sus vertientes más cutres, que no alborota el patio, que apenas sirve como banda sonora ideal en la era de la posmomierda, vaya. Pero sería injusto, o falso, o idiota, si redujera todo a tan lapidaria afirmación. O si olvidase tantas obras gloriosas. O si no confesara que he gozado y gozo con Eno, Norman Cook (que nunca fue, estooo, alguien sumiso, aunque reconozco que prefería con mucho sus actividades previas a renacer Fatboy Slim, quiero decir, su actividad en los maravillosos Housemartins), Pet Shop Boys (puros artesanos pop manejando orfebrería digital que abrillanta y reluce), Björk, Tricky, Animal Collective, LCD Soundsystem, Can, New Order, por dios, New Order, y también Massive Attack, etc. Comprobarán que prefiero las vertientes bastardas de lo electrónico, allí donde copula con el soul, el reggae o el rock. Los brujos de la pista me importan menos. Respeto la trayectoria de Aphex Twin o Laurent Garnier aunque mis debilidades sean otras. Todo irá bien mientras evite la impostura de quienes otorgan certificados de vanguardia o, glups, autenticidad. Mientras asuma, humilde, la sabia máxima de Diego A. Manrique: “Esto me gusta y te invito a compartirlo; no pasa nada si tú no lo sientes“.