Nos gusta abanicarnos con tópicos. Tendemos a etiquetar gentes, lugares, situaciones, con la recia indiferencia del oficinista hastiado. Así, los Beatles, su música luminosa, la asociamos a unos muchachos sonrientes. Creemos que todo eran risas en los estudios que poseía EMI. Y no. George era un tipo sensible, desconfiado, quizá resentido por el trato paternalista que recibía de sus, digamos, superiores. Ringo fue el rey de la ironía gris acero. Paul, bajo la máscara alegre, ocultaba a un concienzudo work-alcoholic. El impredecible John podía fulminarte con su lengua automática. Viajaban a años luz del resto. Sólo Bob Dylan y James Brown se mantenían a tan fulgurante altura. A retratar la ebullición creativa, el pulso insensato, la arrebatada conjura contra las necrosadas tradiciones de aquellos cuatro fantásticos se aplicaron numerosos escritores, periodistas y fotógrafos. Uno de ellos, Robert Bob Whitaker, ha fallecido a los setenta y dos años. Nos deja instantáneas clásicas. Especialmente aquella, polémica, valiente, un punto insensata, en la que los de Liverpool posaron con bata de carnicero, rodeados de muñecas asaeteadas y otros restos de una cruenta matanza. La imagen causó problemas en EEUU. Fue higiénicamente retirada. Qué tiempos ingenuos. Hoy, la rara copia del single que ilustró se cotiza como una piedra preciosa.
Nacido en Reino Unido en 1939, en 1961 se trasladó a Australia. Allí entró en contacto con la escena artística. Protegido del coleccionista Georges Mora y su esposa, la pintora Mirka, sus trabajos de la época resultan fundamentales para dibujar mejor la eclosión creativa en Melbourne. Sin embargo, sus mejores trabajos estaban por llegar. Un encargo casual, como fotógrafo de una revista durante la visita de los Fab Four a las antípodas, le sirvió como pasaporte para entrar en Camelot. Brian Epstein, mánager de los Beatles, quedó encantado con las atrevidas instantáneas de Whitaker y sus coloristas collages, y le ofreció ejercer como retratista oficial del grupo. A partir de 1964 y durante dos años, más o menos hasta el momento en que los Beatles deciden abandonar las giras y recluirse en el estudio, siguió al grupo como un mohicano. Sobre las tablas y en sus casas. Encerrados tras las consolas y ensayando. Atendiendo a la prensa y en avión, barco o tren. En compañía de lobos. O a solas con sus amigos y mujeres. Todo pasó por su caleidoscópico objetivo. Su privilegiada posición, el ser un francotirador con acceso a los músicos más venerados, le abrió las puertas de Londres. De Mick Jagger a Cream, las figuras del momento hicieron cola para ser objeto de las intuitivas, belicosas, originales atenciones de una cámara hambrienta. Trabajó, entre otros, con Man Ray, al que tanto admiraba, o Salvador Dalí, una de sus grandes influencias.
Poco a poco alejado del rock and roll, se volcó en el periodismo. Como corresponsal de Time y otras viajó Vietnam y Camboya, donde realizó trabajos memorables. Sin permitir jamás que sus veleidades artísticas se apelmazaran contra la realidad cruda. Sabía distinguir la metáfora del tocino, una idea simpática de un muerto uniformado. Siempre le exprimía el tuétano al encargo, fuera de pasatiempo o bélico. Semiretirado desde los setenta, en los últimos años puso en limpio buena parte de su inmenso archivo. Publicó grandes y hermosos libros. Paseó exposiciones. Recibió el reconocimiento unánime de una profesión poco dada a los parabienes. Decir que fue testigo de su tiempo es redundante por cuanto todos los somos. Sólo que él, acaso, fue más consciente. O al menos acertó a volverlo del revés para encontrarle los bajos. Las ganas de surrealista bronca de unos Beatles cansados de adoración y halagos. El barro chungo en la hemorragia del soldado. La valiente melodía de un Londres que fue centro del mundo.