De pronto el vecino abre la puerta y comprueba que el impuesto de la basura pasó por su casa y él no estaba allí. Como el personaje de Monterroso, pero al revés, cierra los ojitos en la confianza de que al abrirlos el maldito papel aparezca, y no, ni rastro, y entonces comprende que le tocará caminar media ciudad para que no lo breen. Resulta que el Ayuntamiento de Valladolid ha contratado a una empresa de Madrid para repartir 165.000 recibos. Como son muchos y pesan los suyo, ésta a su vez ha subcontratado a otra que tiene la sede en Pucela. Cuyos empleados, si no te encuentran en casa, te remiten a una oficina en las Delicias. Hasta allí, a pié, tiene que acercarse el ciudadano. Una vez recogido el dichoso papel, como si fuera un Miguel Strogoff cualquiera, irá a Santa Ana, a pagar. Cómo será de intenso el paseo que la concejalía de Bienestar Social y Familia estudia declararlo Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, convencida de que unos contribuyentes bien entrenados mantendrán el triglicérido firme y el colesterol peinado.
Estos líos, tan propios del liberalismo que nos libera, de qué es otro asunto, recuerdan a los relatos kafkianos de agrimensores y castillos, con el protagonista enredado en una burocracia astrohúngara que hubiera deleitado a Azcona. Sostienen que poniendo en manos privadas la gestión de los asuntos públicos ahorramos cantidad. Uno diría que pagamos doble o triple. Primero porque nos recojan los pañales sucios y los botellines de mahou. Luego por subcontratar a la parte contratante de la tercera parte. Finalmente por el cabreo de quienes deben recorrer la ciudad cual guiris en peregrinación del museo de Escultura al Oriental y de ahí al estadio Zorrilla. Semejante lío, antaño, lo resolvía el cartero. Dado que somos unos manirrotos, fundimos el presupuesto en sacas y gorras de plato y ahora toca entrenar al gentío, confiados en que con tanto trajín demos con una figura de la maratón con vistas a Brasil 2016.

Julio Valdeón

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