Corría el año 92 y la Seminci estrenó La marrana, un artefacto bomba de José Luis Cuerda donde Antonio Resines y Alfredo Landa repetían la escena más vista de nuestra historia; dos pícaros por los caminos de España, buscándose las nueces y sorteando infortunios. Junto a Cuerda, Landa ya había deslumbrado en aquel Bosque animado de Wenceslao Fernández Florez con guión del disolvente mayor del reino, Rafael Azcona. También derrochó talento en obras de Berlanga, Garci, Bardém, Borau, Gutiérrez Aragón y, cómo no, Camus, cuando junto al imperial Azarías de Paco Rabal negó que las grandes novelas no pueden engendrar películas a la altura. Los devotos de la literatura recordaremos con justificado escalofrío aquel Paco el Bajo que husmeaba a cuatro patas mientras el señorito Iván, fantástico Juan Diego, pegaba tiros en la dehesa.
Recuerdo asistir al estreno de La marrana y acudir a la rueda de prensa de Landa y Resines. Yo tenía entonces dieciséis años y ya sospechaba que algunas pesadillas requieren del veneno ficcional para explicarse. Transitaba con el atontado sentimiento propio de la l olescencia. Me bebí sus palabras. Impresionable, la electricidad que salpicaba la pantalla, la tormenta desatada por unos actores descomunales, me hablaba al oído y explicaba que ahí, así, era cómo debiéramos de situarnos en el mundo. Asumiendo que algunos cómicos, ciertos versos, determinadas canciones, abrían a bocajarro nuestros anhelos intransferibles, los corazones rozados por el pico amarillo de un pájaro insomne. Muerto Landa, enterrada mi adolescencia hace siglos, escribo muy lejos de ese muchacho y esa Seminci, pero perdura intacta la sensación de volar que sólo experimentas ante el despliegue de quienes, elegidos por los dioses, saben descifrar el manuscrito de tus miedos. En una mañana azul tormenta, cogido de la mano del chaval que fui, sólo resta dar las gracias, maestro.