En 2012 los bancos trincaron 1792 casas en Castilla y León, 140 de media al día, de las que el 65% eran primera vivienda. Esto ocurría mientras políticos y ropones jugaban al escondite, prescribían delitos de cuello blanco, Suiza era la casa de pensiones de nuestros patricios y el paro caía como un sudario sobre España. Hemos socializado el rescate bancario porque nuestros elefantes corporativos son sistémicos -vocablo que por rara asociación mental asocio con víricos, no me pregunten- en tanto que los ciudadanos, la tropa, nunca olisqueamos beneficios en tiempos de Champions bancaria. Si alguien cuestiona la moralidad del asunto, el cachondeo, la rapiña, será etiquetado de inmediato como barbilampiño mental, piquetero estalinista, paniguado de la revolución o, ay, perroflauta, que es algo así como un lelo con flor de mierda en las sienes y sin desodorante. Con una legislación hipotecaria denunciada por Europa, donde por cierto existe la dación en pago, y en la que también penalizan las viviendas vacías (incluso con expropiaciones en el caso alemán, tal y como explica Olga Granado), lo asombroso no son los escraches, sino que al personal, tieso, esquilmado, hambriento o suicida, todavía no le haya dado por afeitar la entrepierna de la autoridad, en plan 2 de Mayo. El escrache, el señalamiento, es violencia, y además contra los representantes de la soberanía popular, pero o bien nos creíamos aquel camelo del fin de la historia o bien convendría repasar los manuales de moderna y contemporánea para recordar las consecuencias de la ira. Entre el yernísimo, los EREs, los tesoreros, las ruedas de prensa en plasma candente, los hachazos a las prestaciones, etc., añoraremos los días en que se protestaba micrófono en mano, con tiendas de campaña y espíritu boy scout. O la casta espabila o tendremos hondonadas de hostias.