Hablan de cerrar Paradores, veintisiete en toda España, seis en Castilla y León. Con ellos moriría una idea que nace en los veinte y ayuda a cicatrizar las corrosiones del tiempo en edificios históricos. Las soluciones al ahogo se antojan difíciles, pero pasma este empeño en estrangular al ahogado, como si todos los remedios consistieran en agravar los síntomas en la esperanza, casi teologal, de que sanaremos por la vía del ayuno, famélicos faquires a base de luteranismo económico. Como explica Ramón Muñoz en su aterrador España, destino Tercer Mundo: «El doble error: aplicarse en un optimismo antropológico basado en la idea de que la historia siempre avanza y evaluar la actual catástrofe financiera y económica como si fuera una crisis cíclica más. Los hechos y el agravamiento de la situación están desmontando ambas falacias». Siguiendo los consejos del Marqués de Vega Inclán, empeñado en promocionar la catedral verde de la Sierra de Gredos, Alfonso XIII apoya la construcción del primer Parador. El mismo rey que se paseó a caballo por las Hurdes en un viaje promocional y acompañado por Gregorio Marañón, eligió su emplazamiento. Desde entonces la red de Paradores suma ocho décadas y decenas de tesoros, los mismos que ahora pueden caer presos del hechizo maligno de la austeridad entendida como hoguera. No sorprende el que su caída coincida temporalmente con el desguace de Iberia. De tener una compañía bandera y cuidar el turismo de calidad parecemos condenados a las visitas del turismo low-cost, el vuelo cutre, los hostales indecentes y el botellón dos por uno, metáfora en absoluto poética de la decadencia de un país aturdido, en permanente estado de sitio y desandando el camino que conducía a la modernidad. La ruina de los Paradores certifica que vivimos presos de unas terapias suicidas.

Julio Valdeón

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