Hay quien nace para personaje y quien se conforma con ser persona, tipo cabal, profesional sin manchas. En el deporte, borracho de lumbreras, gorilas del ego y reinas, la gente discreta abunda poco. Recuerdo por ceñirme a nuestra Comunidad a un chileno, Vicente Cantatore, al que le debo algunas de las tardes más estrepitosas de mi infancia, acunado por un Real Valladolid admirable. Hoy, sin alharacas, despedimos a otro gran tipo, o anunciamos su despedida. Hablo de Juan Carlos Pastor. Entrenador del equipo de Valladolid de balonmano. Bajo su imperio hemos ganado dos copas del Rey, una liga y una Recopa de Europa. Como seleccionador, cargo que compaginó con su labor en Pucela, España alcanzó un campeonato del Mundo, un subcampeonato de Europa, un bronce en los JJOO. Se dice fácil, pero asombra que tanto triunfo no lo haya transformado en santo laico y prodigioso, en hombre anuncio o Special One, que es el título idiota que un portugués se dio a sí mismo cuando una mañana despertó convencido de ser Napoleón en Notre Dame o, en su defecto, en la pintura de Jacques-Louis David. Pastor ha sido dios en esto del balonmano y prefirió ejercer de currante. Con tanto artista suelto se agradecen los obreros de la canción tipo Leonard Cohen, incapaces de morrearse en el espejo de las vanidades, enamorados de su oficio, alérgicos a las trompeterías. Como en esas películas donde quince minutos antes del final ya sabes que el héroe no aguanta más y seguirá cabalgando hasta fundirse con la puesta de sol naranja, incapaz de someterse a las neurosis familiares, Pastor hace mutis. Oculto en su aureola de chico bueno ante gigantes, llegado de una tierra ignota para un deporte que siempre se gustó en otras ciudades, su bonhomia e inteligencia provocan cierta perplejidad entre quienes prefieren mamar flashes. Vaya donde vaya, le deseamos la mejor suerte, que no tiene forma de trébol y es hija del trabajo, virgen de la humildad, patrona del coraje. Gracias por todo, maestro.

Julio Valdeón

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