Los envidiosos, siempre abundantes, toleran mal que alguien destaque. No digamos ya si el portento deslumbra en varias disciplinas. El fenómeno de detestar al virtuoso, asociado con la pereza mental, genera etiquetas. Pues bien, si existe alguien que dinamitó semejantes corsés fue Charles Rosen. Prodigio del piano, con siete estudiaba en la Julliard School, a los veinticuatro años graba su primer disco, con apenas treinta era uno de los concertistas más reconocidos del mundo y al final de su vida podía presumir de que el mismísimo Stravinsky le solicitó que registrara sus obras. Cosa que hizo, con dirección del propio compositor. Para la historia queda su integral de Boulez, sus discos de Listz (entre los doce y los diecisiete años Rosen alumno de Moriz Rosenthal, alumno de, sí, Listz), sus interpretaciones de Chopin o Brahms, las Variaciones Goldber de Bach y las Diabelli de Beethoven, así como sus inmersiones en el siempre inquietante y difícil repertorio del gran Arnold Schoenberg. El New York Times, en su obituario, trae una cita de Simon Callow originalmente publicada en The Guardian: «Un intérprete de la mayor distinción cuya escritura refleja exactamente su forma de tocar: sutil, preciso, penetrante y, aunque de ninguna manera carente de humor, siempre desafiante». En otro momento de su pieza, Callow dijo más: «Cambia la forma de comprender no sólo la música, sino el arte en general». No se refería al pianista: reseñaba el libro Music and sentiment, escrito por Rosen.
Y es que el genio nacido en Nueva York en 1927, y fallecido en esa misma ciudad, en el hospital Monte Sinai, frente a Central Park, fue además un jugoso escritor. Un ensayista profundo, aseado, elegante. Poseía el raro atributo de saber cómo explicar la música, sus invenciones, meandros y secretos, razonándola. O sea, lograba lo que otros, menos dotados, hinchamos con metáforas. Imprescindible es El estilo clásico, de 1971, donde indaga en las claves de la atemporalidad de Haydn, Beethoven y Mozart. Aquel libro le valió el Nacional de Ensayo del 72 y es considerado un clásico, leído y estudiado por generaciones de personas inteligentes. Agradecidas al magisterio de quien hilvanando frases aserradas y deshilando conceptos era capaz de enseñar y, milagro, entusiasmar. Otros libros claves son Piano notes, Arnold Schoenberg y The romantic generation. Incapaz de conformarse con un sólo juguete, Rosen era además doctor en literatura francesa por Princeton, publicando Romanticism and realism: the mythology of ninetheenth-century art y Romantic poets, critics and other madmen. Nada le era ajeno. Su talento, analítico y creativo, así como su disciplina, brillantez y erudición le servían para abrir cerrojos sin atender los territorios acotados de los especialistas.
Durante décadas, el hijo extraordinario de un arquitecto y una pianista ejerció como crítico en el suplemento de libros del New York Times y como profesor en el MIT, Harvard, la Universidad de Nueva York y la de Chicago. Con reverencial asombro Margalit Fox, que escribe su mortaja, recuerda que cuando Rosen tocaba el piano en casa acostumbraba a leer, al mismo tiempo, una novela. Cuestionado por su obra literaria, Foz acude a otra otra frase impagable: «Todo el mundo necesita un hobby. Algunos pianistas coleccionan jarrones orientales. Yo escribo libros». Aunque algunos le afeaban cierta propensión a las interpretaciones cerebrales, matemáticas de puro exactas, nadie discutirá algunos de sus discos ni, muchos menos, sus libros. Contemplada de forma retrospectiva vemos contribuciones panorámicas, hijas de una curiosidad omnívora. Gloriosa enemistad de quien vivió enemistado con la jibarización del saber. Enamorado de la inteligencia.