Una de las constantes del artista necesario es la línea pura del estilo, la forja de un idioma que no puede divorciarse de la idea sin caer en el esteticismo fatuo. Pero el estilo, la voz, no tiene porqué detenerse en una copia mil veces repetida. Hay quien profundiza en un primer hallazgo, multiplicándolo luego, y quien sin perder la impronta personal busca en mil laberintos y en todos sabe encontrar oro. Fue el caso de Will Barnet, pintor camaleónico en cuyos lienzos se estiliza la perenne capacidad para la reinvención sin traicionarse. Su trabajo, que puede contemplarse en muchos de los grandes museos de Estados Unidos, caso de la National Gallery of Art, el Metropolitan, el Whitney o el MoMA, muestra la evolución continua de quien jamás claudicó ante el miedo que provocan las rupturas. A sus 103 años, honrado en febrero de 2012 con la Medalla Nacional a las Artes, Barnet deja un legado inmenso. Reúne en sí mismo varias de las corrientes pictóricas más importantes del siglo XX y no pocas innovaciones.

Nacido en 1911 en Beverly, Massachussetts, este hijo de inmigrantes del Eeste europeo, encontró desde muy joven en el arte una playa segura donde ahuyentar miedos, pestes y enfermedades. Encuadrado en el realismo socialista, Barnet fue un temprano cronista de los males sociales durante los años de la Gran Depresión. Protagonista de exposiciones individuales con apenas 25 años, abraza el modernismo a finales de los treinta. Envueltas en colores jugosos, sus figuras pronto abandonarán la condición testimonial para añadir pinceladas desordenadas, que en menos de diez años abren las compuertas de la abstracción. A finales de los cuarenta Barnet se suma al grupo de Pintores de Espacios Indios, o sea, al colectivo que aunando la geometría nacida en el cubismo incorpora motivos, jeroglíficos, artesonados y teselas de raigambre nativoamericana.

Profesor en la Cooper Union y Yale, Barnet fue un maestro activo, feliz de compartir con los jóvenes sus intuiciones. Siempre a caballo de la enésima muestra, cambia de ritmo en la década de los sesenta, cuando produce algunos de sus trabajos más conocidos. Allí mezcla lenguajes propios de los grandes maestros del Quattrocento, vientos del lejano oriente, en concreto de los trabajos de los grabadores japoneses, e incluso gotas de pop, siempre manejado con distanciamiento crítico. Surgen entonces retratos plenos de hermosura, que poco a poco evolucionan hacia la que acaso sea su fase más intuitiva: la de las mujeres solas, melancólicas, que entre Hopper y los surrealistas tristes contemplan una bruma inconcreta, hijas de una Penélope transformada en ninfa de lluvia y perdida. Si estas criaturas vivían mordidas por la nostalgia, Barnet no, y a partir de principios de siglo, regresa a la abstracción, en la que seguirá hasta la muerte. Una abstracción que no es estación final ni copia, sino pulso luminoso y vivísimo. Diríase que fruto de una mano muy joven. La misma que estrechó el presidente Obama al reconocer, en representación de todo un país, los méritos de una carrera que hizo del viaje interior y exterior una cartografía total. Una enmienda a la confusión para cambiar escenarios, abrir nuevos túneles, descartar antiguas ceremonias y hábitos adquiridos. Percutiendo en el asombro sin resignarse. Como un río fresco y ambiguo, actual y rebelde, que bien merece surcarse.

Julio Valdeón

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