Ha muerto Nick Curran y los tocadiscos, si queda alguno, lloran. Tenían treinta y cinco años. Un genio torrencial doblado en el puente de la guitarra. Una cultural excesiva y, por eso mismo, nunca suficiente. El culo pelado de trabajar en el negocio desde la adolescencia, cuando acompañaba al grupo de su padre, Mike Curran & The Tremors. El bagaje que proporciona irte de casa con diecinueve para secundar a Ronnie Dawson, secundario de lujo de la primera ola del rockabilly. Que tu padrino sea Dick Dale (¿recuerdan Pulp fiction?) marca. Que hayas sido miembro de los Jaguars, el grupo de Kim Lenz, o parte oficial de la enésima y siempre interesante reencarnación de los Fabulosous Thunderbirds, demuestra que en la sangre llevabas bombas de rock and roll. Un currículum, claro, al que falta añadir sus espectaculares discos en solitario. Fixin´ your head (2000), Nitlife boogie (2001), Doctor velvet (2003) y Player! (2004). Y sobre todo, ante todo, Reform school girl (2010). Uno de los mejores trabajos de aquel año según la revista Ruta 66, que algo sabe del asunto. Un trabajo fogoso. A mitad de camino entre Little Richard, con el que tantas veces le compararon, y al bueno de Johnny Thunders. Que montaba tupé, peinaba Cadillac y rendía pleitesía a Ronnie Spector actualizando los recursos de uno de los géneros más viscerales, excitantes, vitaminados, melancólicos, románticos, orgullosos y chulos de la galaxia.

Lo crean o no, Curran nunca fue un continuador mimético de ritmos antiguos. Un coleccionista de poses. Un atractivo pero poco original mensajero de muertos, momias o efigies. Lo suyo, lo que tumba y retumba en Reform school girl, es un cóctel vibrante. Actual como cualquier propuesta jaleada por la crítica más cansina y por ello cool. Era, encima de soberbio cantante y feliz compositor, un abrasivo guitarrista. Guitarrista blues. O sea, en la línea del Chuck Berry al que Muddy Waters aconsejó dejarse de zarandajas del South Chicago para ganar dinero sin perder la compostura, recién aterrizado en Chess. Como casi cualquiera que haga algo interesante hoy, trabajaba en los márgenes de la industria. No podía aspirar más que a festivales para sibaritas y baretos grasientos. La radio actual, basura plastificada, le estaba prohibida. No importa, no nos importa, si lo que en realidad interesa es la incógnita de la música sin parachoques. Rock and roll, queridos amigos y mascotas de toda condición o pelaje, que viaja por el siglo y llega al XXI tan lozano en la trayectoria demasiado corta de quien hubiera merecido mejor suerte. Un cáncer de garganta, que creíamos superado, acaba con quien tenía que aportar infinitos placeres a quienes cuando pinchan Reform school girl sienten en las yemas de los dedos la electricidad de un tiro cromado y sin capota, a toda leche por la autopista que partiendo de Clarksdale, Mississippi, abreva en Memphis, remonta L.A., alcanza Nueva York a tiempo de salvarnos del tostón del rock progresivo, se hace fuerte en el Bowery y la CBGB y tenía en Curran a un monumental heredero. Que aprendió de los discos del volcánico Otis Rush, de trabajar con el bandido country Wayne Hancock, de estudiar las fórmulas de una suma de alimentos que, de Eddie Cochran a los Stray Cats, del r&r clásico, sin desbravar, al doo wop, el r&b o el stomp blues, acumulaba canciones descomunales, tipo Flyin´ blind, Dream girl, Come back, She´s evil. No es casualidad que fuera premiado con el W.C. Handy o que que necesites un microscopio para encontrar referencias suyas en los periódicos de estos días. Demasiado bueno para ser famoso.

Julio Valdeón

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