El cobre es el oro de los pobres y bandas del Este lo husmean como perros truferos. Si los ex-mercenarios de Kosovo forman comandos para asaltar la Moraleja y hay chechenos haciendo butrones, los pobres, los quinquis, siempre codiciaron el metal que Neruda buscaba en «cerros del Norte desolado». Sobre el metal enrojecido cabalgó Allende y por su propiedad los milicos, asesorados por la CIA y Kissinger, masacraron Chile. Ahora sabemos que una mafia, no sabemos si llegada desde los Cárpatos o los Urales, asalta cementerios para llevarse hasta los clavos. En Muriel ha levantado el mineral de cincuenta tumbas. Golpes parecidos han tenido lugar en Galicia y Ávila. Dice el alcalde que sabían «que habían hecho lo mismo en la localidad de Sinlabajos, pero parece que ahora ya han cruzado la frontera con Valladolid». Como Orcos del Este o Apaches en una de Howard Hawks, queman la raya en busca de tumbas. Si antes eran frecuentes los robos en las obras, los camposantos añaden al delito oprobio. Acaso sea otro de los síntomas de esta metástasis, que avanza incluso sobre féretros. Ni los muertos están ya libres del tijeretazo o abordaje. Si yo fuera asesor en Moncloa me lo tomaría muy en serio. Crimen común, vulgar, etc., claro, pero incluso unos rateros pueden ejercer como chisqueros de una metáfora. Recuerden que el New York Times nos retrata como mendigos con la barriga sobre el contenedor de las basuras. Sólo faltan, para perfeccionar el tópico, las historias de momias profanadas, como si viviéramos una reproducción de Stalingrado y lo próximo fuera cenar ratas. La crónica apocalíptica, vacilona pero terrible, diría: Con Cataluña a la deriva, Rajoy ensimismado y la ciudadanía acojonada, el nuevo oro del Perú es el cobre de los crucifijos, asaltados en una reproducción de la devastación franchute durante la Guerra de Independencia. Tan dados a escribir de España siguiendo tópicos tremebundos, falta poco para que entren a degüello los corresponsales extranjeros.

Julio Valdeón

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