Joan Miró contempló sus lienzos, comprendió que los mercaderes llamaban a la puerta y procedió a limpiarse las sienes con un pistoletazo de colores. Pintura y antipintura, la exposición que el MoMA dedica a la década más audaz del español, arranca en 1927. Sobrevuela un periodo de 10 años, clausurado con la fluorescente Naturaleza muerta con zapato viejo. Habla del día en que el hombre que amaba a San Juan apostó por asesinar a la pintura. Entrega a quemarropa el fruto de una década vórtice en lo profesional, cuajada de hallazgos, inmersiones en el surrealismo, bailarinas enamoradas, maestros holandeses sometidos a la trituradora del estilo y manchurrones volcánicos.

A caballo entre el estudio de parisino de su amigo Pablo Gargallo y la granja familiar en Montroig, Miró desarrolló la antipintura. Renunciaba así a los paradigmas clásicos, incluidos los materiales tradicionales, para explorar a pulmón libre los márgenes del arte. Su tenacidad, explica Joan Punyet Miró, nieto del artista y patrón de la Fundación Miró, le condujo a la pobreza: «Debe entenderse que mi abuelo vivía por completo entregado a su arte». Mezclando «el misticismo de Montroig y la modernidad parisina», pintando sobre «materiales de obra», mantuvo la brújula ajustada, siempre con «el automatismo surrealista, la fascinación por el instante y el accidente, y la devoción a los frutos derivados del sueño» como mapa de carretera.

Son 12 salas, 12 asombrosos ejemplos y más de 90 obras que, paso a paso, abren los intestinos de un arte a la caza. La renuncia a lo visibile y el temor ante los huracanes que bebían ya en los cielos del mundo (Crash del 29, ascenso de Hitler en el 33, inicio de la Guerra Civil, etcétera) empujan a romper cualquier teatralización previa, concentrado en lo esencial. Interiores holandeses y Retratos imaginarios, collages, grandes pinturas o pequeñas obras sobre cobre culminan al fin en la ya citada Naturaleza muerta, considerada como el Guernica de Miró.

Amortiguando la escasez con rojos mortíferos, serrín y piedras, Miró propinaba un corte de mangas a los marchantes, por completo desconcertados. Anne Umland, comisaria de la muestra, ha comentado cómo la exposición «ofrece un vistazo en profundidad de un tiempo clave para su producción, desarrollada durante un periodo de turbulencias políticas y económicas, y cómo su afán por asesinar la pintura reforzó, reinventó y radicalizó su arte».

Para saber hasta qué punto pagó la osadía, basta esta historia, relatada por su nieto: «Un día, en París, mi abuelo no tenía absolutamente nada para comer. Entonces llegó hasta su estudio el olor del asado de ciervo que la portera estaba cocinando. Tras bajar a la portería ofreció varios dibujos a cambio de un plato. Conmovida, la señora le sirvió una escudilla… y destruyó aquellos inexplicables, rarísimos dibujos». Días caninos, enrocado a la estaca del hambre, en los que Joan Miró royó los tuétanos de una pintura resucitada a cada muerte.

Julio Valdeón

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