La noticia de que el hotel Chelsea de Nueva York cerrará durante un año ha conmocionado a los traficantes de recuerdos. Ni el ingenio cultivado en sus habitaciones ni la mitomanía de los turistas salvará al mítico espacio de una restructuración que podría transformarlo en una suerte de plató para Sex and the city sección bohemia de bisutería. No otro ha sido el destino de tantos espacios sagrados en la ciudad de los rascacielos. Con el Greenwich Village convertido en el equivalente folk del Madrid de los Austrias y el East Village en un museo del punk donde sólo sobreviven a la erosión del marketing locales como Manitoba, Lakeside bar y Banjo Jim’s, Manhattan es, más que nunca, un escenario consagrado a vender su historia. De contemplar cómo esta progresaba en directo –Renacimiento de Harlem, consolidación de la abstracción, auge del folk o el be-bop, etc.— pasamos a la moviola del pasado. O sea, a una situación muy similar a la que viven desde hace años Paríso o Londrés, que ya sólo parecen interesar cuando toca quemar coches de veinte en veinte. No puede ser de otra forma: los artistas, establecidos en barrios comanches, prestigian el territorio; tras el paso de pintores, músicos y escritores, cuando ya sólo sobreviven los que menos bebieron y o al menos triunfaron, abren las boutiques, los grandes restaurantes, las tiendas de zapatos para que tod@s l@s analfabet@s compren trapos carísimos en el edificio donde, uh, oh, palmó de sífilis el dramaturgo o vomitó su última película el cineasta maldito.

Según informan el Voice y otros el empresario que ha comprado el Chelsea responde al nombre de Joseph Chetrit. Asegura que los 100 inquilinos que viven en el local de forma permanente podrán seguir haciéndolo mientras duren las reformas, que no piensa desairar a los fantasmas retro, que mantendrá las constantes vitales, la esencia, el espíritu y demás incorpóreas cualidades que hicieron del casón emblema de la mejor literatura, que no está en su ánimo perpetrar una desfloración arquitectónica ni arrebatar a Nueva York uno de sus últimos símbolos. Al frente del multimillonario proyecto, con la intención de que las habitaciones libres sean ocupadas por turistas con pasta, ejecutivos con tendencia a la mitomanía y jubilados de paso enamorados de la historia y dueños de una tarjeta de crédito a la altura, con la idea de que el trasatlántico no desarrile y perviva su aroma sagrado, ha colocado a Gene Kaufman, que a sus cincuenta y dos años ha diseñado ya más de medio centenar de hoteles. Sean cuales sean los resultados el Chelsea actual tenía poco sentido. Nadie que no haya triunfado, ningún joven novelista, ningún compositor recién llegado, aspira, no ya a residir en las mismas habitaciones frecuentadas antaño por Arthur Miller, sino a vivir, siquiera, en Manhattan. El alquiler mensual de un antro de veinte metros en, pongamos, Chelsea, el Meatpacking District, el Upper West Side o los Village, no baja de los 2.000 dólares. Incluso el Lower East Side ha sido ocupado por locales de un lujo insólito.

Para quien no conozca su historia, sirva decir que el Chelsea fue construido en 1883. Allí escribió Arthur C. Clark la novela 2001: Una odisea en el espacio. Allí murió, envenenado de whisky, Dylan Thomas. Es el lugar donde el sociópata Sid Vicious asesinó a su novia. Donde Charles R. Jackson, autor de Días sin huella, se suicidó en 1968. Homenajeado en canciones de Joni Mitchell, los Stooges, Nico,  Joey Ramone o Alejandro Escovedo y en libros de De De Ramone o, uf, Madonna. Aparece en películas underground de Andy Warhol (fue hogar de muchas estrellas de la Factory) y Abel Ferrara, en León: el profesional y en un capítulo de 24. Entre sus huéspedes notables, amén de muchos de los ya citados, figuran Jean-Paul Sartre, Milos Forman, Frida Kahlo y Diego Rivera, Tom Waits, Tennessee Williams, Stanley Kubrick, Willem De Kooning, Thomas Wolfe, Jeff Beck, Robert Crumb, Allen Ginsberg, Richard Hell, Ethan Hawke, Jimi Hendrix, Iggy Pop, Julian Schnabel, Chick Corea, Uma Thurman, Alice Cooper, Dennis Hopper, Édith Piaf, Rufus Wainwright, Jack Kerouac, Gregory Corso, Chales Bukowski o Gore Vidal. En Desire Bob Dylan, otro de sus residentes, cantaba «Me quedé en pié en el Hotel Chelsea días enteros/ Escribiendo Sad eyed Lady of the Lowlands para tí». En Chelsea hotel N°2, Leonard Cohen, también inquilino, recordaba la noche en la destrozó jergones junto a Janis Joplin. Éramos unos niños, premiadas memorias de Patti Smith (Nacional de Literatura), percuten una y otra vez en los corredores del hotel, donde residió, canina, junto a su amigo Robert Mapplethorpe.

Lo que resulte del recauchutado del hotel está por verse. Incluso es posible que el nuevo propietario, que llegó tras diversos líos en el consejo de administración, respete la voluntad de los muertos, o al menos su mastaba. Lo que parece claro es que poco a poco sólo restarán los balcones de hierro colado, la fachada de ladrillos rojos y los cuadros del vestíbulo. Cualquier año los herederos, de este u otro dueño, liquidarán la herencia, deberán de afrontar la pensión alimenticia de una esposa, los gastos del yate, e incluso los cuadros serán sustituidos entonces por una mierda de estampas de catálogo minimalista a juego con las nuevas alfombras. Mientras eso sucede aguarden a finales de 2012 para tratar de curiosear pasada la entrada, a ver si todavía es posible saludar a algún fantasma. O almorzar en el Quijote, donde paraban todos los músicos en gira, de Greatful Dead a los Ramones. Donde Ginsberg, una tarde, confundió a una famélica Patti Smith con un muchacho y trató de ligársela. Al comprender su error, que el mocito era mozuela y tal, la invitó a un sándwich. En esa mínima historia se engloba el pasado del hotel que arrancó como cooperativa cuando los teatros todavía no se habían mudado a Broadway. Pero sobre todo, en la anécdota relatada por Smith desde su casa actual cercana al Film Forum, queda fijado su incierto futuro. A expensas ya del sándwich mixto que le ofrezca el gran capital.

El que no corre peligro de extinción, ni siquiera de momificación, es el Dakota. Treinta y un años después de que John Lennon fuera asesinado a su puerta Yoko Ono mantiene la costumbre de realizar una ofrenda floral en Central Park. De paso, rumbosa, ha logrado que el ayuntamiento prohiba a los músicos callejeros tocar bajo de su ventana. Bueno, a más de veinte metros, y nunca más tarde del anochecer, pero dio igual. Strawerry fields está mudo, una suerte de cruce entre mausoleo camp, sentido homenaje y camposanto a mayor gloria del pop. A su vera se levanta el imponente Dakota, construido en 1880 por capricho del millonario Edward Clark, fundador del grupo Singer, que a punto estuvo de arruinarse a cuenta de un edificio que en sus habitaciones más suntuosas, las que supuestamente albergarían a Clark (no sobrevivió para verlo terminado) fueron alicatadas con una aleación de plata. De estilo francés, el Dakota debe su nombre acaso a la lejanía del Upper West Side del resto de la ciudad, barrio entonces considerado como un salvaje oeste de granjeros y pollos, o quizá porque Clark era fanático de ese territorio mítico de indios y bandidos. Manejado como una suerte de empresa, todavía hoy los actuales propietarios del Dakota se reúnen en sanedrín. Deciden quien puede vivir entre los elegidos y cuando la habitación se enfría mandan socarrar algún inmigrante de última hornada, que el hueso fundido siempre calienta mucho. Es fama que rechazaron a Billy Joel y al matrimonio de Antonio Banderas y Melannie Griffith. Desde los días del Studio 54 los neoyorquinos saben que el prestigio se consolida a base de esnobismo. Importa tanto no permitir la entrada al menesteroso como darse pote cortando en la puerta a unos cuantas celebridades. Aunque de forma creciente la gestión del inmenso mascarón frente al parque sea cautivo de unos intereses palaciegos, es aleccionador y hasta curioso mencionar que entre sus inquilinos han figurado Judy Garland, Boris Karloff, Lauren Bacall, Robert Ryan, Lillian Gish, Rudolf Nureyev, Leonard Bernstein o Roberta Flack. Inolvidable, de paso, el uso claustrofóbico que de la fachada hizo Roman Polansky en La semilla del diablo. Estos edificios como castillos estilo francés de Manhattan traían de serie el halo teatral que estaban esperando directores como Polansky para desarrollar sus tramas satánicas a cien años vista. Con el gran director rehabilitado, al menos creativamente, gracias a su último y estupendo trabajo, Carnage, que acaba de estrenarse en Venecia, su Dakota luce ministerial y en absoluto diabólico, más ejemplo vivo y acotado de una Nueva York deslumbrante e inaccesible que el viejo, desmerecido y encenizado Chelsea que estás en los cielos.

Julio Valdeón

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