Ha muerto Willy DeVille. Lo vi en Valladolid, a mediados de los 90, con el micrófono enrejado de capullos rojos, vestido para matar, rodeado por una banda carnosa, amando a esa profesión suya que tantos sinsabores le trajo, ninguneado por unos medios sordos y un público que, al menos durante cinco minutos, los que duró el éxito de Demasiado corazón y su gloriosa versión ranchera de Hey joe, compró sus discos. Un cáncer de páncreas, fulminante, se ha llevado al pirata del rock, al dandi de voz ronca, con 55 años. La enfermedad le fue descubierta hace escasamente un mes, justo cuando iba a ser tratado en el hospital de otra dolencia que padecía: la hepatitis C. Ha muerto, tal vez, para encontrar el ángel al que cantaba, aunque al viejo, duro, romántico Willy le mosquearían las frases hechas, los lagrimones, la hipérbole.
Nacido en Stamford (Conecticut) en 1953, a los 14 años abandonó el instituto y escapó a Nueva York. Empapándose de los sonidos de clubs, escuchando al Bob Dylan renacido de aquellos años, influenciado por el fiero y prolífico bluesman John Hammond Jr., comprendió que en Manhattan no había sitio para él y empezó a deambular por el mundo. La música era su única pasión. Influenciado tanto por el rhythm and blues de los años 50 y 60 como por los ritmos latinos, no tardaría en rebelarse como uno de los artistas más eclécticos y sorprendentes, tanto en su país como en el exterior. De vuelta a Nueva York en 1974, formó la banda Mink DeVille, que no tardó en convertirse en altavoz del naciente punk en sus innumerables actuaciones en el mítico club CBGB. Rodeados por Blondie, los Ramones o Television, ellos ofrecían su rico potaje, mezcla de r&b, Harlem hispano y soul. Tocaban a su bola, desconectados de la actitud del resto de los músicos de su tiempo. Jack Nitzsche, el gran arreglista, que trabajó en casi todos los discos clásicos de la factoría de Phil Spector, quedó deslumbrado y les produjo sus dos primeros trabajos discográficos: Cabretta y Return to magenta. Inquieto, DeVille disolvió al grupo y, poco después, en 1980, grabó La chat bleu, donde homenajeaba a otro de sus grandes amores: la canción francesa. Aunque durante los años 80 despachó discos enormes, trabajó con Mark Knopfler (productor de Miracle) e incluso fue nominado al Oscar por el tema que compuso para la película La princesa prometida (Rob Reiner, 1987), su música quedó relegada a los circuitos minoritarios. Cuando en 1992 editó Backstreets of desire conoció un éxito menor en la vieja Europa.
Establecido de manera ya definitiva en Nueva Orleans, los últimos 15 años de su carrera trajeron fabulosas piezas en las que colaboraron mitos vivientes de la música como Dr. John o Allen Toussaint. Él, que homenajeó a los más grandes, que vivía conectado a la gramola donde los Drifters todavía arrullan con sus historias del verano, drapeadas de globos, sal y besos, allá en el paseo marítimo donde Ben E. King centellea; él, que respondió a la indiferencia, la ignorancia, la necrosada memoria de un público que no se lo merecía; que le dio al pico y cantó a Nueva Orleans mucho antes de que la Administración más perversa de la historia sentenciara la memoria de América; que escribió canciones con los más grandes (por ejemplo Just to walk that little girl home junto a Doc Pomus), se merece, al menos, que en la última tienda de discos que quede abierta compren alguno suyo.
Recibirán veneno romántico, soul para arrancarse los ojos, ecos de Edith Piaf, Doug Sham, Wilson Pickett, Johnny Taylor, Leiber&Stoller, Flaco Jiménez, Johnny Moore, Fats Domino y los estudios FAME, ramilletes de cabaret, raudales de salsa, blues, doo wop y rock and roll… una forma de hacer música, de entenderla, respirarla y sangrarla, sentenciada.
Ni rey ni gaitas. Poeta y cantante, para comerte el corazón.