Uno de los grandes, pionero del oficio, ojo automático entre los cuervos de la historia, es decir, Henry Cartier-Bressons, luce espléndido en la sexta planta del MoMA neoyorkino, el mismo museo que allá por 1947 le dedicó su primera retrospectiva. La exposición, titulada El siglo moderno, propone un viaje por más de 300 fotografías, el 20% de las cuales al menos es inédita. La apertura ha supuesto un terremoto incluso en una ciudad como Nueva York. Ni siquiera faltó la viuda de HCB, que paseó entre los periodistas. Testamento glorioso el suyo, trabajo de hondo calado que plantea la primogenitura de la fotografía como arte del siglo XX. Difícil igualar el currículum del francés. Harían falta muchas vidas para morder tantos mundos, el de los líderes mundiales y los artistas mayúsculos, los estetas y los revolucionarios, los campesinos y los toreros. Del surrealismo inicial a la sequedad del maestro penúltimo, que pintaba mapas de carreteras en los rostros que abocetaba… y, en medio, un todo desgarrador y elegante. Cartier-Bresson supo meter la cabecita por los resquicios de la Historia. Conmueve, al poco de arrancar, su legítimo abandono de la pintura, pasión juvenil, en favor del mundo, del universo en pleno, sin aditivos literarios. Para qué inventar sueños en óleo si la realidad iba a estallar en negativos de 35 mm.

De aquellos experimentos primerizos, celebrando el raudo movimiento del siglo, saltamos a los días posteriores a la II Guerra Mundial, donde prescinde de ropajes líricos y documenta estancias en Asia, incursiones, como peatón asombrado, por la Unión Soviética, fecundos periplos por una Norteamérica de autopistas y corporaciones, labriegos y camareras. Destaca la facilidad para encuadrar el momento clave, la limpieza, la falta de montaje, la aseada crudeza que neutraliza tentaciones dogmáticas. Junto a franceses anónimos y oficinistas de Wall Street, los divos, nombres retumbantes, mitos de una égida enamorada de la chisporroteante imagen que nace del click de una cámara, con especial atención a espeleólogos del alma humana como Faulkner, Sartre, Matisse o Camus. Pero incluso ante los personajes totémicos adoptaba una mirada infantil, de niño asombrado que vuela solo, dispuesto a sumergirse en pupilas ajenas con pulso libre. En Harper’s Bazaar y en Paris Match, trabajando para los grandes medios o acumulando muescas en el arcón privado, quien fuera prisionero de un campo de concentración nazi y miembro de la Resistencia, acudía a su trinchera para descubrir el reverso impasible del día, el cuarto oscuro de la mirada, la fiebre vital de un mundo urbano que admiraba y rechazaba por igual.

Subrayan los responsables de la exposición la capacidad de HCB para sacar virutas de oro a lo aparentemente banal. En especial, cuentan, su devoción hacia los espectadores de los grandes acontecimientos, hacia el público, la masa, aquellos para los que se levanta el circo, los que pagan impuestos y compran entradas, los que asisten a las coronaciones de los reyes (Jorge VI) y posan con involuntaria grandeza. Falleció en 2004 a los 95 años. La muestra, la mayor que le hayan dedicado en América en 30 años, atiende, cómo no, a su condición de padrino del fotoperiodismo, grande por su renuencia aparente al estilo. En las antípodas de adictos a la teatralización, HCB prima el apunte del natural, sonetista austero que evita rotular nada. Sobresaliente, por ejemplo, su serie sobre el Gran Salto Adelante de Mao. Sus jefes de entonces (la revista Life) eligieron las obras espectaculares, aquellas que, realizadas en color, primaban el hachazo visual. En el MoMA destacan la intrahistoria del reportaje, decenas de instantáneas en blanco y negro que capturan un país con parpadeo entre compasivo y descarnado, humanista cabal siempre junto a los perdedores. Por mucho que hayamos visto sus fotos, el misterio vuelve a asomar en la humildad de quien podía conmoverse, y conmovernos, cada vez que abría los ojos.

Julio Valdeón

© Julio Valdeón Blanco / Diseñado en WordPress por Verónica Puertollano (2012)