David Mamet, ¡uh!, el hombre del saco. Director de cine, novelista, autor de cuentos infantiles, ganador de un Oscar… Pero nada lo define mejor que su torrencial vinculación con el teatro. Escritor, entre otras obras, de American Buffalo y Glengarry Glen Ross, premio Pulitzer, guionista de Los Intocables o Ronin, siente, de vez en cuando, la necesidad de marcarse un ensayo. No libros amables o recuerdos de los viejos tiempos junto a Joe Mantegna; no alucinatorios teoremas o exquisitos mamotretos cuajados de tecnicismos, sino bombas de mano, proyectiles que circulan libres sobre el pantanal de la corrección política sin tomar prisioneros. Véase, como muestra, su última criatura, titulada, sencillamente, Teatro. Divida en 26 capítulos, cada uno de ellos constituye un potente alegato contra los mitos más arraigados de las tablas. Maneja el látigo, con la trituradora dialéctica a tope de revoluciones, mientras levanta olas de admiración y odio. Entre sus enemigos figuran la pedantería, los directores ególatras y los maltratadores del texto, que pretenden enmendarle la plana a Shakespeare para actualizarlo y/o dejar su impronta. Amén de otras perlas.

El estado del teatro. No desaparecen los osos, no sólo, por culpa de la caza masiva, sino también, o sobre todo, por la desaparición del ecosistema. En 1967 había 72 obras en cartel en Broadway. En 2009, 43, de las cuales la mitad eran reposiciones y no pocas musicales tipo Mamma mia! Además, en cinco años han cerrado el 25% de los teatros del Off Broadway. La especulación, el alza del precio de los alquileres, etc., desplazaron a la clase media de Manhattan hacia el extrarradio, una clase media, eminentemente judía e ilustrada, que propició la existencia de una escena donde brillaron Henry Miller, Tenneesse Williams, etc. Hoy la mayoría del público son turistas, «gente que no participa en el día a día de la ciudad». Acuden con la intención de decirse «estuve en Broadway y vi un musical», «no tienen memoria de las obras del año pasado, no va a ver la obra de un determinado director, dramaturgo, etc.», buscan, vaya, un espectáculo semejante al parque de atracciones.

La historia. Las grandes obras provocan siempre la reacción del cazador en busca de presas, latigazo previo al lenguaje, emoción no codificada intelectualmente que sopla en el cerebro desde el paleolítico, en noches de luna de huevo crudo y cuentos junto al fuego. Provocarán, a cada paso, un urgente «¿Qué ocurrirá ahora?». «Teorizar, sustituir el milagro de la empatía por el descorche de ideas, supone ofrecer una lectura, oficio de conferenciantes, lejos del reto totémico que anida en lo literario», mantiene Mamet. El intelectual, crítico, mal autor, elucubra. «El escritor de fuste dialoga a un nivel previo al lenguaje, suspende la facultad analítica por una excitación cercana a la de una primera cita». ¿El milagro? Que para hacerlo necesita el lenguaje. Lo esencial, en suma, el argumento. Sin guión musculado, sorprendente, emocionante, haremos ensayismo, ni siquiera poesía, mucho menos teatro o cine. A los estudiantes que le discuten semejante juicio siempre los emplaza el autor al primer fin de semana en taquilla: ahí está la sentencia. Si la desprecias sólo cabe dedicarse a la abogacía o vivir de las subvenciones. Subvenciones, por cierto, a las que acusa de matar la magia primordial de la experiencia teatral: por eso que la gratuidad también figura entre sus demonios, pues el público debe pagar: así lo distinguimos del crítico.

Los directores. Director él mismo, desconfía de quienes viven obligados a imponerse sobre texto y actores. Un buen director ha de aplicarse (no es poco) para que las escenas fluyan y los cómicos reciten sus papeles con naturalidad. El ritmo, ahí tienen la clave. Todo esto más allá de aconsejar a su troupe que evite moverse cuando a un compañero le toca hacer un chiste (cualquier movimiento arruinará el gag: distrae al público). Afirma haber disfrutado, en más de 40 años acudiendo al teatro, de obras memorables y grandes actores, y de muy pocas obras bien dirigidas. La mayoría de los colegas, dice, aprovechan para decirle al actor que lee durante los ensayos una línea tipo «Te quiero», cosas tipo, «Muy bien, eso significa que tus sentimientos hacia él/ella son de amor, etc». O sea, pura redundancia, resentimiento del tipo sentado frente al hombre de acción que descubre tarde o nunca su condición subalterna. ¿Consejos? «Simplificar el proceso para permitir que el talento fructifique, odiar como a la peste cualquier orden que haga al actor consciente de sí mismo, y terminar cada clase o ensayo transmitiendo la sensación de que se han logrado los objetivos».

Los actores. Hay buenos y malos actores. Punto. Ningún sistema de aprendizaje o virguería, ningún Recuerda la muerte de tu gato al interpretar esta escena, salvarán al histrión sin talento. Cómo no, el actor da pie para sabrosas fruslerías, reflexionando sobre Stanislavsky, Bretch, Stella Adler, Lee Strasberg, etc. Ojo, no dice que aquellos que dirigieron no fueran grandes artistas, pero su creencia de que podía alambicar teorías a partir de sus experiencias, su devoción por la técnica y, en consecuencia, un ego hipertrofiado más el afán por crear métodos filosóficos, resultó en un cóctel nocivo, e incomprensible. Según Mamet, la esencia del Actor’s Studio y similares pasa por explotar la culpa, Freud y el psicoanalismo, que tal vez reconforten al actor mientras ensaya, poco más. «Su verdadero talento y su trabajo es hacer suyo el papel, signifique lo que signifique para él. Levantarse y decir sus frases para lograr algo que se aproxime a lo que el autor buscaba. Eso es».

Julio Valdeón

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