Una historia mil veces vista. Artista consagrado, rentista de la gloria y ya de vuelta, acude a sus fuentes, a la música que lo inspiró. Lo han hecho, con diferente fortuna, el recomendable Springsteen de las Seeger Sessions, el infumable Rod Stewart con traje de crooner o una Natalie Cole impecablemente sosa; también el tronchante Dylan de los villancicos.
El último de tan desigual lista, Phil Collins (1951), presentó hace unos días en Nueva York Goin’ back, particular homenaje al soul a publicar el 13 de septiembre. Curioso: el género al que hace tiempo que renunciaron los jóvenes afroamericanos, entregados al mejunje del r&b más blandito, lo reivindican ahora rostros pálidos como Eli Paperboy Reed o la casi perdida en combate Amy Winehouse. También, a su lustrosa y original manera, el maravilloso Antony. Antítesis del riesgo, Collins juega en otra liga, más epidérmica que otra cosa, más lujosa, apañada, vistosa, que emocionante. Al cabo, pura arqueología desprovista de aguijón. Al siete veces ganador de un Grammy, oscarizado compositor de bandas sonoras, habitual de efemérides reales, lo acompañaba un grupo imponente. Los músicos sonaban tremendos al servicio de un repertorio centrado en las glorias de Motown.
Dice Collins que su empeño pasa por reproducir fielmente las canciones originales. Si es así, lo logra, al menos en el apartado instrumental. Con unos coros impecables y unos relucientes vientos, picotea en lo mejor de la factoría de Detroit y hace catas en el chispeante Stevie Wonder adolescente o en los Four Tops. Incluso rinde honores a Dusty Springfield (Some of your lovin’) o toma la ruta hacia la factoría de Phil Spector merced a un Do I love you que calca los arreglos que Jack Nitzsche puso en 1964 al servicio de las Ronettes.
Cayeron Girl (Why you wanna make me blue), Talking about my baby o Papa was a rolling stone, de los Temptations, Love is like a (heatwave) o In my lonely room de Martha and the Vandellas. Hasta aquí, todo correcto. Pero no alcanza con tener buen gusto y elegir temas soberbios. Una y otra vez, el británico invocaba los espíritus de Detroit; y una vez tras otra naufragaba. Rol inalcanzable el de quien reta con aseada voz de pito aquellas gargantas doradas. Claro que el público disfrutó. Por supuesto que nadie le discute al ex miembro de Genesis su vocación pedagógica, el valor torero de lidiar semejantes morlacos o la elegante terna del traje que vestía. Es sólo que faltaba duende, que no había forma de ponerle rayo, emoción, poderío, a unas canciones indomables, demasiado frescas en el imaginario colectivo, demasiado buenas, abundantes en corazón e ingenio cuando sonaban en los vinilos que apadrinaba Berry Gordy Jr. Con viento lánguido, desodorizado, cercano al de una orquesta habituada a tocar en cruceros, el concierto ofrecía las constantes vitales de un muerto sonriente.
Al cabo, tanto empeño termina por motivar reflexiones. A saber: el precio de la entrada rondaba los 90 dólares. Si añadimos los 20 que costará el disco, tenemos un total de 110. Más que suficiente para comprar en internet, en aceptable copia de segunda mano y por menos de 20 dólares, el cofre Hitsville USA, con 104 canciones de Motown. Añadan Back to mono (34,75 dólare), cuatro CD con lo mejor de Phil Spector (Crystals y Ronettes, entre otros), y los ocho discos de la caja de Atlantic (63) y tendrán un repertorio imbatible, demasiado para un Collins que mejor abandona la pretensión de emular a Ronnie Spector, Levi Stubbs o Martha Reeves y vuelve a lo suyo, a componer al servicio de Broadway y partituras para Tarzán.