Creer en la canción es una forma de no encallar, de seguir vivo, de hacerle un exorcismo a la muerte. Pocos ofician mejor en ese arte que Silvio Rodríguez (San Antonio de los Baños, Cuba, 1946). El pasado viernes por la noche se presentó con pantalones azules y camiseta ante el altar de la Historia. Actuaba en el Carnegie Hall, 30 años después de visitar Nueva York en compañía de Pablo Milanés, su enemigo íntimo, su antiguo hermano de sangre.

Ha necesitado tres décadas porque no le condecían el visado. Al poco de arrancar el concierto, se disculpó: «Perdonen que no hable inglés. Nada personal. Es una limitación que tengo». Tampoco era necesario. La mayoría de los que acudieron en peregrinación eran hispanohablantes. Claro que, en la puerta, había un anciano anglo, pulcro, elegante, que repartía folletos donde podía leerse: «Es maravilloso poder ver a Silvio en Nueva York. ¿Por qué no en La Habana?». La política pugnaba por colarse. Y lo consiguió. Antes de disparar Canción del elegido, se refirió a los cinco cubanos encarcelados en Estados Unidos por espionaje. Los llamó «héroes» y a punto estuvo el teatro de caerse.

A diferencia de las giras de antaño, hoy viaja acompañado por un grupo que capitanea la flautista Niurka González, su bella esposa. A su vera, un batería y el grupo Trovarroco (bajo, guitarra y tres). Una lástima. Cuanto añaden sus arreglos diluye el veneno. Son buenísimos, pero con tanto ornamento escamotean la minimizada furia de unos temas a los que sienta mucho mejor la desnudez. Estuvieron enormes en La maza y El necio, con versos como: «Para hacerme un lugar en su parnaso,/ para hacerme un rinconcito en sus altares,/ me viene a convidar a arrepentirme,/ me vienen a convidar a que no pierda,/ me vienen a convidar a indefinirme,/ me vienen a convidar a tanta mierda». Cuando a la altura de los bises el trovador se quedó solo, el franciscanismo que algunos creen escuchar en sus melodías mostró su esencia, despojadas al fin de florituras.

Lo que estaba en juego era una eucaristía laica, el reencuentro con el héroe de unos días de lirios y balas. En el claro de luna, Sueño con serpientes, El escaramujo, Una mujer con sombrero, Quién fuera, Son desangrado, La gaviota, Canción del elegido… apabullaba la sucesión de clásicos. Con estos mimbres, resulta imposible fallar. Conforman un cancionero de altísima exigencia, que entrecruza la poesía más lucida con una feroz facilidad para engarzar estribillos.
Entre los temas recientes, Canción para violeta o Cita con ángeles («Septiembre aúlla todavía/ su doble saldo escalofriante/ todo sucede el mismo día gracias a un odio semejante/ y el mismo ángel que allá en Chile vio bombardear al presidente/ de las dos torres con sus miles, cayendo inolvidablemente»), una asombrosa tonada de 2003 levemente marrada por un final demasiado pulcro, demasiado correcto.

Coreando, levantándose cada minuto, con los brazos en cruz, ondeando banderas, los ojos con lágrimas, la voz enronquecida, competía el respetable con Silvio Rodríguez en el conocimiento de su repertorio. Muchos viven en Manhattan, Queens, Brooklyn, Long Island o Nueva Jersey. Otros llegaron desde Washington o Florida. Habían viajado para contemplar al ídolo de cerca, para paladear la pulpa legendaria de sus versos, arrojarle rosas rojas y declararle amor incondicional, eterno. Lejos del presbítero que dibuja el tópico, concentrado aunque demasiado cómodo merced al colchón de sus acompañantes, el príncipe de la Nueva Trova se había definido en una rueda de prensa en el Village como «autor de canción popular». Lo demostró en la confluencia de la Séptima Avenida con la calle 57, en el teatro de ladrillo, nacarado y crema su interior, que repetía devoto canciones inolvidables. Acaso soñaba el público con que medio siglo de «jalarse por los pelos» (Silvio dixit) entre Estados Unidos y Cuba dé paso a una etapa de olivos, limpia de rencores y represalias. La nutrida presencia de artistas cubanos este verano en los escenarios de Nueva York (la gran bolerista Omara Potuondo, Los Van Van, etcétera) parece demostrarlo. Quién sabe si la era, al cabo, se ha puesto a la tarea, si está pariendo un corazón.

APOYO
A un lado de la calle, «Cuba, bloqueo no». Al otro, «Silvio, promotor de la tiranía». Entre medias, decenas de policías y un público tranquilo, más curioso que beligerante. La presencia de Silvio Rodríguez en Nueva York fue saludada, como era menester, por los partidarios y detractores de la revolución. «Fidel, Fidel, que tiene que los imperialistas no pueden con él», cantaban los procastristas. «Vivan las damas de blanco», respondía una señora tras la vallas que acotaban el espacio de los disidentes. Conviene aclarar que, entre unos y otros, apenas sumaban 30 personas. «Cuando vine a Estados Unidos, en tiempos de Batista, todos se robaban el dinero», explica Gilberto Villa, vicepresidente de la Casa de las Américas en Nueva York y defensor de la Cuba revolucionaria. O de la dictadura, según tantos exiliados.

Julio Valdeón

© Julio Valdeón Blanco / Diseñado en WordPress por Verónica Puertollano (2012)