Su estudio era un parte de guerra presidido por los Tres bañistas de Cézanne, al que acudía para abrevar la vista y orear pinceles. Entre su vuelta de Marruecos, en 1913, y su partida hacia Niza, en 1917, Henri Matisse (1869-1954) revolucionó su obra combinando la causa fauvista, las oleadas de color del norte de África y la estampida furiosa, cerebral y analítica proporcionada por el cubismo, aquella «pintura, construcción moderna» (Matisse dixit) patrocinada por el cíclope malagueño, Picasso.
Como relucientes despojos tras la galerna, toda esa obra, todo un periodo visceral en el que Matisse iba a reinventarse, aparece reunido en el MoMA de Nueva York tras un trabajo de un lustro en comandita con el Instituto de Arte de Chicago. Abierta hasta octubre de 2010, la exposición presenta logros tan icónicos como Bañistas junto al río, cuya titánica gestación queda gloriosamente revelada. En total, 120 pinturas, esculturas, dibujos e impresiones
Sí, claro, Matisse es el hombre de los colores melancólicos y exultantes, las bandas que ondulan bajo el polvo, los cuartos dormidos que acumulan espátulas y modelos, floreros y óleos, pero durante estos cuatro años hubo tiempo para afianzar su red de coleccionistas, caso del ruso Sergei Shchukin, que le encargó la decoración de unos paneles en la escalera de su casa moscovita; también para romper postreras amarras con la influencia de Gustave Moreau, el viejo simbolista bajo cuya tutela había acudido al Louvre tanto tiempo atrás, a fin de educar la muñeca. El campeonísimo del fauve viaja errante, veloz, con trepidación de espumarajo oceánico. Menos mal que la exposición sigue un orden cronológico, que respeta la necesaria pedagogía y contempla a Matisse sin sobresaltos. En varias pinturas de 1913 apreciamos ya cómo el pintor lima los poéticos cromatismos, su violencia en armas. Prefiere la espiral de formas, su eje, diapasón y medida. Los ángulos rotos, con algo caricaturesco y algo triste, conquistan parcelas antes dominadas por colores en avalancha. Cuentan los comisarios que en marzo de 1914 Matisse y su esposa, Amélie, abandonaron el estudio donde vivían y eligieron otro, apenas cuatro pisos por encima del que ocuparon entre 1894 y 1907, sito en el número 19 de Saint-Michel. Allí, basta con echarle un vistazo a las obras del periodo, abrocha cuadros de forma meteórica. Interior con Pez dorado y Retrato de Yvonne Landsberg (1914) ejemplifican su capacidad para asumir riesgos mientras trabajaba en las pinturas anteriores, a las que irá sometiendo a un implacable proceso de renovación.
Es precisamente el mecanismo mental, intelectual, detrás de cada obra, lo que deslumbra. Lejos de la idealización del artista como mago al que besan las musas, Matisse peleaba como galeote. Lanzaba puyazos contra las creaciones de unos meses antes. Libre de nostalgias, el explorador en el que ya se ha transformado se verá atrapado por el puercoespín de la historia cuando estalle la I Guerra Mundial, con numerosos familiares y amigos internados en el campo de concentración de Havelberg. A ellos les dedica una serie vendida al coleccionista Jacques Doucet en 1915 acompañada de un lema sin ambigüedades: «A los civiles presos». Con el dinero que obtuvo compró vituallas para los prisioneros. Aprovecha además para volver a la imprenta, a los grabados, campo de juego donde afinar técnicas luego empleadas en las grandes pinturas, esquematismo creciente que en el claroscuro de la tinta depura vestigios barrocos, concentrando la mirilla en lo necesario. En 1916 llegarán obras como Los marroquíes y las bañistas en el río. Su órdago será inmenso. Para John Ederfield, comisario de la exposición, es justo entonces cuando la pasión eléctrica del pintor aboceta retos casi prodigiosos, de una dificultad extrema, acaso relacionados con las matanzas que desollaban las trincheras y su creciente pesar por el destino de tantos compatriotas. Europa era la siesta de la razón, el pistoletazo de los monstruos, un camposanto inmenso. Matisse, sensible, deprimido, ejerce como cronista de paisajes e interiores al que el microbio del horror picotea por dentro.
Tras el recorrido, el visitante alcanzará la última de las salas casi desmadejado. Allí le esperan las Tres bañistas y su nutrida panoplia de experimentos, los paneles que muestran hasta la última voluta de zozobra, los cambios de mando, las idas y vueltas, consideraciones, añadidos, rotos, derrapes y emplastes al que fueron sometidas. No resulta extraño que en The New York Times hablen de un nuevo Matisse. El que conocíamos sigue presente, pero sobre su estampa de hombre seguro cae un rayo de convulsiones, de pavor frente al lienzo, apagones y terremotos que lo descubren con el oído bien pegado a la tierra. El corazón de las tinieblas asoma bajo el desnudo escultórico de unas muchachas desnudas, reflejadas en las famélicas aguas de un río insidioso.