Cien mil vatios de luz e incontables de sonido. Una escenografía con 140 metros cuadrados de pantalla LED que proyectaban colisiones cósmicas, polvo espacial y sonrisas del divo. El legendario Radio City Music Hall, de rodillas para recibirlo. En la platea, superpoblación de tacones como navajas, escotes vertiginosos, trajes de noche tan ajustados que, diríase, eran de neopreno, euforia, aplausos, móviles y cámaras grabando. Alejandro Sanz tomó al asalto Nueva York y nadie que asistiera puede decir que lo suyo no fue un triunfo de vuelta al ruedo, orejas y cuantos entorchados gusten. Vacilón, gracioso, amable, sobrado de tablas, incluso metió una cuña dedicada a la selección de fútbol. «Que somos campeones del mundo», dijo mientras colgaba una banderita española de la cinta de la guitarra blanca. En un planeta musical agonizante, sus números explican mucho. Tras una gira internacional que lo ha llevado a México (cuatro noches consecutivas en el Auditorio Nacional), Santiago de Chile o Buenos Aires, acumula más de una docena de conciertos en Estados Unidos. Añadan los que ofreció en España entre mayo y junio y obtendrán cifras colosales. Más de 400.000 espectadores y sumando. Lleva 21 millones de discos vendidos, 200 de platino, 17 Grammy, etcétera. Su Paraíso express acumula ya otros cinco discos de platino.
Asunto distinto es el arte, el duende, que lo que brota por los altavoces sea trascendente, que muerda y emocione, o al menos que no avergüence. Por supuesto, hubo sobredosis de jitazos mezclados con temas nuevos; tampoco faltó el momento íntimo, cuando, despojado de afeites, sólo frente al piano, se marcó tres canciones y mostró, siquiera de perfil, discreto, la raíz de copla aflamencada que habita en su ADN. Viviendo deprisa, Corazón partío, ¿Lo ves?, No es lo mismo, Looking for paradise… entre el pop, la baladona romántica, la herencia de Perales y una suerte de rock a caballo de los Scorpions y Pimpinela.
Lástima luzca envuelto en cinta de embalar. Mientras ejecutaban sus pirotécnicas naderías, los guitarristas movieran la cabecita adelante y atrás en un remedo de David Lee Roth pasado de revoluciones, que los coros fueran dignos de Julio Iglesias y el conjunto más apto para un crucero por el Caribe de aquellos que retrató David Foster Wallace que para un auditorio donde han cantado Sinatra o Leonard Cohen. Encima, ni rastro de su viejo amor por la canción melódica italiana, aquellos ecos de Celentano y compañía, que siempre serán preferibles al batido hipervitaminizado con herencia Miami y marchamo Estefan.
Uno ha leído y escuchado a Alejandro Sanz proclamar su admiración por el maestro Paco de Lucía, su pasión por Prince y Jimi Hendrix, su gusto por la bulería y la soleá. El porqué nada de eso aflora en sus conciertos, la razón por la cual en lugar de contratar a los mejores guitarristas de Jerez, a un puñado de fieras de la salsa neoyorquina y a unos percusionistas cubanos prefiere rodearse de arreglos e instrumentistas dignos de la gala más abismal del especial de Nochevieja más infecto sólo puede responderse contemplando las cifras antes citadas. Entre los discos de rodio, escandio, iridio y paladio y el yate digno de Rockefeller, entre los récords con los que te bombardea su oficina y el buen gusto, parece tenerlo claro. Así es Alejandro Sanz, pero el Radio City rugió por él.