Cita con Jerry Lee Lewis en el B.B. King Club de la calle 42, junto a Times Square. El asesino -como le conocen en EEUU- presenta Mean old man, su nuevo disco, cóctel de versiones en el que participan Eric Clapton, Keith Richards, Ron Wood, John Fogerty, Merle Haggard, Willie Nelson o Mick Jagger. Sucede en el tiempo a Last mand standing, aquella entrega de 2007 en la que colaboraban, entre otros muchos, Bruce Springsteen, Jimmy Page y Neil Young. Todos quieren tocar con uno de los más grandes, pionero del rock and roll que figura en la nómina de imprescindibles junto a Elvis Presley, Little Richard, Gene Vincent, Billy Lee Riley, Carl Perkins, Chuck Berry, Johnny Cash, Buddy Holly, Eddie Cochran, Ricky Nelson, Roy Orbison o Bo Diddley. A las 20.30 horas, varios cientos de fans mastican uñas a la espera de que aparezca en el escenario el hombre que formó parte del núcleo fundacional de Sun Records, la mítica discográfica creada por el productor Sam Phillips tras concluir que la América blanca necesitaba liberar su mente, agitar las caderas y, de paso, descubrir el tesoro del rythm and blues negro. Saben que Mean old man es un trabajo irregular. ¿Qué demonios hacen ahí dos pintamonas como Slash o Kid Rock? Lejos del modelo Johnny Cash, las ambiciosas American Recordings que el Hombre de negro entregó en sus últimos años, los productores han urdido un alegre desfile de estrellas. Echamos de menos más proteínas, más riesgo y emoción, más verdad, tratándose de Mr. Lewis.

Sea como fuere, cuando los altavoces anuncian su presencia acontece un prodigio. Genio y figura, pone en pie a la gente con sólo aproximarse al piano. Y eso que apenas puede moverse, que si no entra en el escenario en silla de ruedas, como es el caso de Little Richard, está a punto. El 29 de septiembre cumplirá 75 tacos. 75 años de incendiarias actuaciones, bajones de popularidad dignos de una montaña rusa, juergas interminables, tiroteos, whisky en vena, líos con la prensa y singles que limpiron las listas de morralla, justo mientras Elvis pasaba del sello Sun a RCA, limpiaba su sonido y se disponía a ingresar en el ejército para no volver. Camisa roja, pantalones vaqueros, botas de rock’n’roll. En cuanto abre la boca, nada más aporrear las teclas, es posible corroborar que el duende, estragado, vapuleado, roto, cansado y ronco, todavía lo habita. «De todos los músicos con los que he trabajado, los de más talento fueron Howlin’ Wolf y Jerry Lee», comentó un día el siempre parco Sam Phillips. Hay que creerlo. Su canto bronco entierra a 100 generaciones de imitadores. Conmociona su estilo al piano, deudor del blues típico de Lousiana, mestizo entre el country de Hank Williams y Jimmie Rodgers y el fogonazo azul del primer B.B. King. No importa que apenas permanezca en escena 40 minutos. Príncipe del sur, mezcla de indio choctaw, alemán, irlandés e inglés, conserva el secreto del r&b mezclado con otras gloriosas pócimas. Ni siquiera la caza de brujas a cuenta de su matrimonio con su prima Myrna, de 13 años, logró derribarlo. Su caída al foso del olvido, entre 1958 y finales de los 60, acaso evitó que fuera coronado como el rey del género.

Ante gente que peregrinaba para verlo como quien acude a Lourdes, ofreció directos tan arrebatadores como el registrado en el club Star de Hamburgo en 1964, uno de los dos o tres discos en directo imprescindibles de la Hhistoria, una mula parda que todavía cocea y que merece colocarse junto a al Harlem Square de Sam Cooke o el Live at the Apollo de James Brown. Entre 1956 y 1963 Lewis grabó más que nadie en la compañía en Sun Records… End of the road, All night long, Im’ feeling sorry, Home o Pumping piano rock convivían con impactantes revisiones del cancionero ajeno (Be bo a lula, Good golly Miss Molly o High school confidential) y los clásicos añejos (That lucky old sun, Goodnight Irene o Will the circle be unbroken). Siempre brillaba incandescente y en sus mejores momentos podía eclipsar a cualquiera. Durante siete mágicos años parió hasta 240 canciones, caliente rockabilly, boogie-woogie vertiginoso, rythm and blues en vena: un repertorio monumental que tras el exitazo de Great balls of fire en 1957 ya no encontró hueco en las listas por culpa de su escandaloso matrimonio.

Se recuperó reconvertido en estrella del country. Sus grabaciones de música vaquera muestran el empaque de un hombre con una gramola por cerebro, archivista de las tradiciones americanas que reinventó patrones sin abandonar el clasicismo. Seis matrimonios después ya no es aquel tipo que fue detenido por llamar a la puerta de Graceland con una pistola, aficionado a la juerga, el mismo que roció con gasolina un piano y le prendió fuego porque le habían colocado de telonero de Chuck Berry, salvaje ogro de cuero y adrenalina. Eso sí, cualquiera lo diría contemplando al abuelo descacharrar su instrumento. Mientras la banda, eficiente, profesional, ajustada, había entretenido con un repertorio tocado con burocrática eficiencia, Lewis mostró sus poderes, incontestables incluso ahora que se acerca el crepúsculo. Con Whole lotta shakin’ goin’ on recordaba de nuevo que del Cuarteto del Millón de Dólares (Presley, Cash, Perkins y él mismo) es el único que sobrevive, el último con el diablo al hombro para chupar corazones sobre las tablas. Pues el rey rubio, canoso, arrugado, renqueante incluso, conserva el toque afilado.

APOYO
En ‘Sun essentials’, recopilatorio imprescindible, el estudioso Adam Komorowski no ocultaba su admiración por Jerry: «Ha vivido una vida que hubiera matado a una docena de candidatos a Mr. Universo. No hay un hombre que merezca más el epitafio de ‘vino, mujeres y canciones’. Si Shakespeare hubiera escrito su biografía lo habrían abucheado en el escenario por tomarse tantas libertades». Y sin embargo, lo que destaca por encima de todo es su amor perdurable por la música más de cinco décadas después de su debut discográfico. Sigue incombustible el tigre de Louisiana. Es Historia en marcha.

Julio Valdeón

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