Cuando las estrellas de Hollywood subvirtieron el férreo orden de los estudios llamaron a los publicistas. Expertos sanadores. Gente lista, rápida y un punto amoral. Dispuesta a controlar daños, repintar sarcófagos y amueblar biografías. Capaz de hacer pasar a unas putas por las sobrinas del divo, arreglar un contrato o pujar por un Oscar. Todo eso, y más, lo hizo estupendamente Dale Olson, el tipo de las gafas enormes que le daban un aire al Robert Mitchum anciano, amigo, confidente, relaciones públicas, cancerbero y soldado de un puñado de mitos, de Clint Eastwood a Shirley MacLaine, Joan Crawford, Gene Kelly, Steven Spielberg, Richard Burton, Elizabeth Taylor, Laurence Oliver o Steve McQueen. Ha muerto en un hospital de Burbank, California, víctima de un cáncer de hígado, a la edad de setenta y ocho años. Le sobrevive su esposa, la también agente Eugene Harbin. La pareja era venerada por una comunidad, la de los actores con muchos ceros en cada cheque y la de quienes andan pelados por los teatros en ruinas, poco acostumbrada al trato cómplice de quienes concebían su profesión como una mezcla de negocio y confesionario, mitad tiburones mitad activistas.

Nacido en 1934 en Fargo y criado en Portland, Olson fue un niño amamantado en el pezón blanco y negro de un cine en penumbra, un adorador temprano de los mitos del Hollywood clásico que primero hizo la mili de periodista y crítico en Variety y poco después entraba a trabajar en la empresa de publicidad Rogers & Cowan. Otros destinos profesionales fueron la productora Mirisch Company, White Oak Films y, claro, su propia agencia, Dale C. Olson & Associates. También formó parte de la dirección del Actors Fund, dedicada a ayudar a los actores sin suerte, casa o seguro médico. Tal fue su empeño que este mismo año la asociación le otorgó su medalla de honor. Como olvidar que cuando su amigo y cliente Rod Hudson supo que padecía el SIDA lo animó a presentar su caso ante la opinión pública. No era una decisión sencilla. La enfermedad arrastraba el ácido de una lacra, el estigma de la peste. Con Reagan hablando de Sodoma la confesión de Hudson convulsionó al mundo. Poco después nacía la fundación que el actor dedicó a la lucha contra la enfermedad, posteriormente ampliada merced al bendito activismo de Olson y su amiga la Taylor. Aunque sólo fuera por esta aventura ya deberíamos de estarle eternamente agradecidos. Su revolución ayudó a comprender que Dios no enviaba emisarios con la guadaña, que no había otro culpable que un virus cabrón y que en la lotería de las sábanas estábamos todos expuestos.

Del zorro Olson los periódicos estadounidenses celebran multitud de anécdotas, como aquella que relata el New York Times según la cual tenía a un grupo de periodistas esperando en un hotel para entrevistar a la pareja Taylor/Burton y tuvo que explicarles que ella había huido la noche previa, tras la enésima bronca. Tranquilos, vino a decirles, no tendréis a los dos pero os ofrezco una exclusiva, seréis los primeros del mundo en departir con Burton tras la ruptura.
Siguiendo sus consejos, Eastwood logró sacudirse el cliché de guapo sin alma para consagrarse a su arte y Katherine Hepburn sobrevivió a un romance tan largo como imposible con Spencer Tracy. No le quedó otro remedio que anunciar que el guapo McQueen moriría de un cáncer incurable. Habló con todos y a todos protegió, ni buitre ni santo, tan sólo un hombre enamorado del cine. Siempre supo manejarse en la brecha que mezcla arte y caja registradora. Frente a quienes conciben al artista con un boy scout, Olson sabía que las grandes películas son fruto de un violento choque de egos, coral y, sobre todo, caro.

Julio Valdeón

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